(Fragmento de mi biografía de Arturo Uslar Pietri)
En la década de 1950, por un extraño castigo impuesto a Arturito (Arturo Uslar Braun) por el doctor Rafael Vegas, empecé a frecuentar a los Uslar Braun hasta casi convertirme en parte de la familia. A mis catorce años, aun cuando desde tiempo atrás soñaba con ser escritor, aquello fue muy importante para mí. Era crear una relación de amistad y afecto con uno de los escritores más notables de su tiempo. Pero al principio en realidad no vi a Arturo muy de cerca. Isabel, su esposa, lo mantenía en las alturas, como un semidiós que habitaba su Olimpo particular. Un Olimpo en el que, cuando el semidiós dormía, no se podía hacer ruido para no despertarlo. Al fin y al cabo yo no era sino un adolescente que había entrado a esa casa como amigo del mayor de sus hijos. Pero los almuerzos, en los que el semidiós había bajado del Olimpo por un rato, cambiaron la situación. En esos almuerzos se conversaba con toda libertad. Arturo nos hablaba de muchas cosas, sin la máscara de quien da una conferencia o quiere impresionar a quienes lo escuchan. Y poco a poco nos acercaba a su altura, nos descubría, nos interrogaba. Antes de pasar a la mesa nos reuníamos en el pequeño corredor que estaba en la esquina noreste de la planta baja, en donde destacaba como elemento de decoración un plato de Picasso, aunque cuando había convidados extraños o de mucha jerarquía era frecuente que esa antemesa se cumpliera en el salón ubicado entre el corredor y la antigua biblioteca. Allí empezaba la conversación, muchas veces acompañada por un aperitivo para los mayores y algún refresco para los menores, Al pasar a la mesa, Arturo se sentaba en la cabecera, que era la punta oeste, de espaldas a la puerta de la nueva biblioteca, Isabel en la otra punta, Arturito a la derecha de su padre y Federico frente a su hermano. A mí siempre me ubicaban a la derecha de Isabel. Cuando había otros invitados, si eran de cierta jerarquía nos cambiaban de lugares a los hijos y el amigo joven, a menos que los invitados fueran jóvenes también. La empleada que se encargaba de servir, presentaba los platos, empezando siempre por Isabel, y si había invitados seguía con ellos, si no, le servía a Arturo, después a mí y después a los Uslar Braun, a menos, también, que hubiera otros convidados. Arturo, Isabel y los invitados adultos solían beber una copa de vino. Los muchachos alcanzamos ese privilegio cuando Arturito cumplió los dieciocho años, con el comentario risueño de Arturo de que en su tiempo eso habría sido como ponerse los pantalones largos. Isabel manejaba la logística con una campanilla que sonaba para llamar a la empleada. Sin duda que el que dominaba la conversación en la mesa era Arturo, tanto en la mesa como antes y en la sobremesa. Cuando no había convidados, por lo general Arturo, después de una corta pasantía por la biblioteca (que se hacía algo más larga si había extraños), subía a dormir una siesta, durante la cual había que guardar silencio para no disturbarlo, razón por la cual Arturito y yo nos encerrábamos en el cuarto de la planta baja que había sido inicialmente la biblioteca y poco a poco se había ido convirtiendo en la biblioteca de Arturito (Federico, desde pequeño, nunca tuvo interés por los libros). Allí solíamos tener nuestras propias conversaciones llenas de sueños y de ideas muchas veces estrafalarias, en las que la admiración de Arturito por Napoleón (y después por Nietzsche) y la mía por Beethoven o por Tolstoi o por Thomas Mann, eran capitales.
Para mí, Arturo Uslar Pietri no era necesariamente el escritor, ni el político, ni el personaje muy importante del país, sino el padre de Arturito, que era uno de mis mejores amigos y, más aún, un pariente muy cercano, que casi llegó a ser un padre. Uno o dos días a la semana almorzaba con ellos en La Florida, y durante varios años solía pasar los fines de semana con los Uslar en Tanaguarena, inicialmente en la casa de Armando Planchart, cuñado de Isabel Uslar, y luego en la casa que Arturo construyó, vecina a la de los Planchart. Durante ese proceso oí a Arturo hablar de lo humano y lo divino y contar muchísimos detalles de su vida, y eso fue para mí importantísimo. Allí aprendí posiblemente más que en cualquier universidad del mundo. Arturo, quizá para estimular a Arturito, nos recomendaba libros y lecturas, y en muchos sentidos nos orientaba hacia el inmenso y maravilloso mundo de las humanidades. Desde luego, por infidencias de Arturito, supo Arturo que yo tenía entre mis sueños el hacerme escritor, y en cierta forma empezó a dirigir sus luces hacia mí con más intensidad. Es posible que ese recuerdo sea lo que me ha impulsado a escribir su biografía, una biografía que sale de un testigo privilegiado de una parte importante de su vida. Entre otras cosas, fue en tiempos de mi presencia en su casa de La Florida y en su pequeño Paraíso de Tanaguarena cuando Arturo planificó y ejecutó las dos novelas que iban a formar la trilogía “El laberinto de Fortuna”, que después de publicada la primera parte (“Un retrato en la geografía”) en cierta forma le cambió al novelista el panorama y al publicarse la segunda (“Estación de máscaras”) dejó de ser trilogía para convertirse en “bilogía”, porque la tercera nunca se hizo. Vi (y oí) de cerca la mayor parte de ese proceso, lo que me permitió conocer a fondo la técnica de narrador de Uslar Pietri, su manera de encarar lo que mucha gente ha llamado “el misterio de la página en blanco”, que para mí fue todo un aprendizaje y se convirtió en mi propio sistema de escribir novelas. Y esto último merece una verdadera digresión: mucho se ha dicho que Arturo Uslar Pietri era un gran egoísta y jamás ayudó a ningún joven en el terreno de la literatura, y yo soy el mentís más radical que puede tener esa conseja. En aquellos días, en aquellas semanas, en aquellos meses, en aquellos tiempos, Arturo me guio, me orientó en el mundo de los libros, me recomendó lecturas, me aconsejó, me enseñó, me convirtió en su discípulo y me alentó a escribir. En ese sentido, fue mi verdadero mentor, y ante cualquier instancia podría probarlo. Tengo en mi poder el ejemplar que me regaló de “Un retrato en la geografía”, en el que escribió una dedicatoria que lo dice todo: “Para Eduardo Casanova, con la fe de que la promesa se cumpla y el afecto de Arturo Uslar Pietri”, así como un ejemplar de “Hacia el Humanismo Democrático”, en donde escribió en Buenos Aires, en 1966: “Para Eduardo Casanova con el afecto y la firme esperanza de A. Uslar Pietri”. Si eso no es un estímulo a un joven veinteañero aspirante a escritor, todos los hombres del mundo tendrán que comerse un sombrero, sin salsa ni sal. Y en cuanto a mi audacia de lanzarme a narrar su vida, se debe a que en esos años, entre 1954 y 1959 o 60, le oí narrar muchas cosas de su vida, aunque muy pocas de su infancia, su juventud. Pero también me enteré de mucho de lo que vivió en sus primeros años por boca de Arturito, su hijo, lo que me permitió no tener que investigar, sino recordar y verificar, todo su periplo desde 1906 hasta 1964, así como sus antecedentes familiares y muchos otros detalles. Le oí contar sus historias y lo vi de cerca muchas veces. En diciembre de 1959 conocí a una niña que cambió radicalmente mi vida y me dediqué a ella hasta el extremo de dejar de ver a los Uslar por días y hasta por semanas. Dos años exactos después, en diciembre del 61 me casé, y mis encuentros con los Uslar aumentaron en frecuencia, pero jamás llegarían a ser lo que habían sido entre 1954 y 1959. En 1962, desde luego, no frecuentaba, no podía frecuentar tanto la casa de la Avenida Los Pinos 49 ni la de Caraballeda, llamada “Cambali”, junto al mar, pero como quiera que Arturo me empleó, tal como a Arturito, como una especie de agente e intermediario ante muchos políticos de oficio en procura de ser el candidato independiente de unidad, y tuve que dedicar la mayor parte de mi tiempo en trabajar para esa candidatura, la frecuencia de nuestros encuentros volvió a crecer. A causa de ese “trabajo” me reuní con él casi a diario durante un período cercano a dos años, lo vi y conversé con él quizá hasta con más asiduidad que antes de convertirme en novio de la que desde 1961 ha sido mi compañera de ruta vital…
Para mí, Arturo Uslar Pietri no era necesariamente el escritor, ni el político, ni el personaje muy importante del país, sino el padre de Arturito, que era uno de mis mejores amigos y, más aún, un pariente muy cercano, que casi llegó a ser un padre. Uno o dos días a la semana almorzaba con ellos en La Florida, y durante varios años solía pasar los fines de semana con los Uslar en Tanaguarena, inicialmente en la casa de Armando Planchart, cuñado de Isabel Uslar, y luego en la casa que Arturo construyó, vecina a la de los Planchart. Durante ese proceso oí a Arturo hablar de lo humano y lo divino y contar muchísimos detalles de su vida, y eso fue para mí importantísimo. Allí aprendí posiblemente más que en cualquier universidad del mundo. Arturo, quizá para estimular a Arturito, nos recomendaba libros y lecturas, y en muchos sentidos nos orientaba hacia el inmenso y maravilloso mundo de las humanidades. Desde luego, por infidencias de Arturito, supo Arturo que yo tenía entre mis sueños el hacerme escritor, y en cierta forma empezó a dirigir sus luces hacia mí con más intensidad. Es posible que ese recuerdo sea lo que me ha impulsado a escribir su biografía, una biografía que sale de un testigo privilegiado de una parte importante de su vida. Entre otras cosas, fue en tiempos de mi presencia en su casa de La Florida y en su pequeño Paraíso de Tanaguarena cuando Arturo planificó y ejecutó las dos novelas que iban a formar la trilogía “El laberinto de Fortuna”, que después de publicada la primera parte (“Un retrato en la geografía”) en cierta forma le cambió al novelista el panorama y al publicarse la segunda (“Estación de máscaras”) dejó de ser trilogía para convertirse en “bilogía”, porque la tercera nunca se hizo. Vi (y oí) de cerca la mayor parte de ese proceso, lo que me permitió conocer a fondo la técnica de narrador de Uslar Pietri, su manera de encarar lo que mucha gente ha llamado “el misterio de la página en blanco”, que para mí fue todo un aprendizaje y se convirtió en mi propio sistema de escribir novelas. Y esto último merece una verdadera digresión: mucho se ha dicho que Arturo Uslar Pietri era un gran egoísta y jamás ayudó a ningún joven en el terreno de la literatura, y yo soy el mentís más radical que puede tener esa conseja. En aquellos días, en aquellas semanas, en aquellos meses, en aquellos tiempos, Arturo me guio, me orientó en el mundo de los libros, me recomendó lecturas, me aconsejó, me enseñó, me convirtió en su discípulo y me alentó a escribir. En ese sentido, fue mi verdadero mentor, y ante cualquier instancia podría probarlo. Tengo en mi poder el ejemplar que me regaló de “Un retrato en la geografía”, en el que escribió una dedicatoria que lo dice todo: “Para Eduardo Casanova, con la fe de que la promesa se cumpla y el afecto de Arturo Uslar Pietri”, así como un ejemplar de “Hacia el Humanismo Democrático”, en donde escribió en Buenos Aires, en 1966: “Para Eduardo Casanova con el afecto y la firme esperanza de A. Uslar Pietri”. Si eso no es un estímulo a un joven veinteañero aspirante a escritor, todos los hombres del mundo tendrán que comerse un sombrero, sin salsa ni sal. Y en cuanto a mi audacia de lanzarme a narrar su vida, se debe a que en esos años, entre 1954 y 1959 o 60, le oí narrar muchas cosas de su vida, aunque muy pocas de su infancia, su juventud. Pero también me enteré de mucho de lo que vivió en sus primeros años por boca de Arturito, su hijo, lo que me permitió no tener que investigar, sino recordar y verificar, todo su periplo desde 1906 hasta 1964, así como sus antecedentes familiares y muchos otros detalles. Le oí contar sus historias y lo vi de cerca muchas veces. En diciembre de 1959 conocí a una niña que cambió radicalmente mi vida y me dediqué a ella hasta el extremo de dejar de ver a los Uslar por días y hasta por semanas. Dos años exactos después, en diciembre del 61 me casé, y mis encuentros con los Uslar aumentaron en frecuencia, pero jamás llegarían a ser lo que habían sido entre 1954 y 1959. En 1962, desde luego, no frecuentaba, no podía frecuentar tanto la casa de la Avenida Los Pinos 49 ni la de Caraballeda, llamada “Cambali”, junto al mar, pero como quiera que Arturo me empleó, tal como a Arturito, como una especie de agente e intermediario ante muchos políticos de oficio en procura de ser el candidato independiente de unidad, y tuve que dedicar la mayor parte de mi tiempo en trabajar para esa candidatura, la frecuencia de nuestros encuentros volvió a crecer. A causa de ese “trabajo” me reuní con él casi a diario durante un período cercano a dos años, lo vi y conversé con él quizá hasta con más asiduidad que antes de convertirme en novio de la que desde 1961 ha sido mi compañera de ruta vital…
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