Blog de Víctor José López /Periodista

viernes, 6 de mayo de 2011

Fernando y el aguacero iluminado



Escrito por: Ángeles Mastretta

Pasamos la mitad del cuatro de mayo en una sobremesa creada por dos personas inteligentes y bondadosas: Fernando Escalante Gonzalbo y Claudio Lobnitz. La inteligencia, el conocimiento y la buena voluntad en torno a la comida son una feliz combinación que se vive como un privilegio y se crea como un derecho. Hay que buscar a los amigos, hay que abrigarse en su talento y talante para vivir en un país como este México, que en tres en años ha duplicado su número de homicidios dolosos, que nos espanta con sus crímenes, sus fosas, sus historias de horror y barbarie. Hemos hablado largo rato de ellas. Luego, no sé ni cómo, pero fuimos caminando desde la tristeza, a partir de la ironía, al optimismo. Tiene que haber luz al final de túnel. Y, de pronto, en la vida diaria, sin ir muy lejos van pasando cosas que nos lo aseguran. Fernando contó una historia que les gustará:

Hace quince días volvió de España en un vuelo amable. Como había ido a trabajar lo premiaron con clase elegante, y voló todo el día leyendo en paz. Cuando llegó a México caí una tarde azul a la que iban entrando algunas nubes. Sus maletas salieron las primeras, en el control de aduanas (que es una aberración mexicana mediante la cual se molesta a los viajeros normales, revisándolos como si pudieran ser delincuentes. No a todos, sólo a los que les toca botón rojo) le tocó el botón verde, al salir encontró un buen taxi, con un chofer atento. Subió ahí sus dos maletas y su optimista humanidad. Fernando es un intelectual de una lucidez tal que si ustedes no lo conocen deberían frecuentar. Pues también con ella se subió al taxi. Chispeaba. Caminaron como diez minutos por una ciudad en calma, era sábado. Cuando se acercaban al viaducto, que es otra aberración mexicana construida hace cincuenta años sobre el lecho de lo que fue un río, llamado el río de la Piedad, empezó a caer un aguacero que en segundos se volvió granizada y en minutos una tormenta feroz que estremeció a la ciudad. Cuando vio venir la tromba, el taxista, muy a tiempo, consiguió escapar del viaducto que según supimos, al día siguiente, se inundó hasta que los autos flotaron como veleros antes de encallar en los montes de granizo que bloqueaban las salidas. Para Fernando, sus maletas, el taxista y el taxi, dentro de la tempestad, todo era calma. Se movían a buen ritmo, por una calle sin hoyos, sin topes y sin demasiados charcos. Era sólo cosa de pasar por debajo del Puente de la Morena y tomar avenida Revolución para salir hacia San Jerónimo en donde seguramente la lluvia se vería menos trágica porque esta ciudad es de tal modo larga que no alcanza a llover en todos lados al mismo tiempo. Dieron la vuelta, pasaron bajo el puente y cuando nada más faltaba librar un paso de agua, se abrió bajo el auto el agujero de una coladera sin tapa. Y ni para atrás ni para adelante. Y ni para llamar a nadie porque todo estaba desierto, y ni cómo usar el teléfono móvil porque Fernando no lo traía y el taxista no tenía crédito en su tarjeta. Total: fin de fiesta. El agua empezó a subir por las salpicaderas, a llegar a las puertas, a amenazar con seguir a las ventanas. Pensaron en bajarse para no morir ahogados, pero ¿para ir a dónde? ¿Y en qué? Justo entonces, como enviada del cielo, apareció una camioneta con los vidrios oscuros, sospechosa pero inevitable, por cuya ventana se asomó la cara de un muchacho preguntando si podía ayudar en algo. El taxista dijo que avisando a su base y Fernando respondió que acercándolo al primer puesto de taxis. Sin reparos el muchacho bajó de su camioneta, metió al agua los pies y la mitad de las piernas, sacó las maletas de Fernando, lo ayudó a meterlas en su cajuela y le abrió la puerta. Luego, como si todo fuera lógico, le preguntó a dónde lo llevaba. Fernando volvió a decirle que a la primera parada de un transporte público, pero él muchacho le dijo que eso no lo haría de ninguna manera, que lo llevaría hasta su casa. “Pero es que vivo lejísimo” dijo. Y mientras lo cuenta yo me lo imagino pasándose la mano por la cabeza en ese gesto suyo de cuando está consternado. “No importa”, dijo el muchacho. “Estamos para ayudarnos”. Y a ese son le sacó que vivía hasta San Jerónimo y que bajo la tormenta harían una hora en llegar. Y al mismo tiempo le contó que él vivía en la colonia Obregón, justo al otro lado, pero que de todos modos lo llevaba con gusto. Total, así fue. Anduvieron la hora de camino. Fernando se enteró de que el muchacho era mecánico y volvía del trabajo en su camioneta que ya vista de cerca era todo menos una de último modelo. Cuando llegaron a la puerta de su casa Fernando estaba de tal modo agradecido que quiso pagarle el precio de diez taxis. “No me ofenda usted, ya le dije que estamos para ayudarnos”. Luego le bajó las maletas, le dio la mano y se fue deseándolo que durmiera bien.

La lluvia había mermado, pero no la oscuridad. Sin embargo, al repensar las cosas Fernando entró a su caso iluminado.

¿Cómo ven? También en este país vivimos. Con gente así.

Punto y aparte: Y hoy es cinco de mayo. Día de la fiesta poblana por excelencia. Se conmemora la batalla en que los mexicanos les ganaron (no digo ganamos porque yo no estaba) a los franceses durante la guerra de invasión en 1862.

Música para hoy: Como estamos celebradores, la quinta de Beethoven. Y felicidades, querido Paco.

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