Tiburones pasó a la Semifinal, y los tambores no dejaron de sonar. Es que ser “guairista” es otra cosa, se confunde con la fe, se identifica con una generación, vive su propio dolor sustentado no en las derrotas sino en los sueños no cumplidos. La Guaira no podía atracar de cualquier manera en el puerto de la esperanza, tenía que hacerlo en horas de la tarde, quemándole el sol sus espaldas y venciendo al mejor equipo de los últimos campeonatos.
Tiburones de La Guaira selló su pasaporte con una doble matanza, con ese sello muy especial que tiene la factura de los paracortos “made in” La Guaira: Luis Hernández tomó el Rolling, sin prisas pisó la intermedia, y luego un rectazo a la inicial. La aduana había sellado el documento y Tiburones está entre los grandes.
Un caribeño, el dominicano Juan Richardson, había sentenciado la partida con un jonrón para que la novena litoralense festejara su segunda clasificación en 18 temporadas.
Carlos Subero, en cuyo corazón jamás anidaría la venganza, ha vuelto a vivir en suelo de Los Chaguaramos el placer del triunfo deportivo. La travesía del equipo no fue un camino de rosas, hubo un momento en que se consideraban perdidos, con 7 victorias apenas ante 13 derrotas.
Entre Carlos Subero y los orígenes de La Guaira, hay un gran trecho... Orígenes que tienen un nombre: José Antonio Casanova. Historia atrapada como en una pinza un pedazo romántico de la historia del béisbol, que parte de un acontecimiento que por exceso de romanticismo para muchos es una leyenda. Nos referimos al día que Casanova compró al Pampero por un bolívar al empresario Alejandro Hernández, para fundar Tiburones de La Guaira en 1962. Hay que agregarle dos capítulos muy importantes, el escrito por Pedro Padrón Panza y el que ahora escriben Francisco Arocha y Antonio José Herrera, quienes le dieron un vuelco importante y han convertido a Tiburones en una divisa orgullosa, ambiciosa y retadora de la historia que por casi 20 temporadas le negaba un espacio.
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