Cuando Stéphane Courtois publicó su gran biografía de Lenin[45], le entrevisté para Libertad Digital (noviembre de 2017) y le pregunté cuáles eran las características psicológicas fundamentales del primer dictador comunista de la Historia. Courtois señaló dos: narcisismo absoluto y una irrefrenable voluntad de poder. «Exactamente igual que Pablo Iglesias», dije yo. Porque sus semejanzas biográficas con Lenin son llamativas.
En primer lugar, es un niño cuyo padre desaparece de su vida en la adolescencia —el de Lenin muere a los catorce, el de Iglesias los deja con trece—, y su educación como adulto está dominada por la madre y varias mujeres más. En el caso de Lenin, son su madre y sus hermanas, que atendieron a su manutención y cuidaron de él durante toda la vida. En el de Iglesias, su madre, sus tías y sus abuelas, reales y asociadas. En su entrevista más reveladora, para el dominical de La Vanguardia (11 de febrero de 2016), dice Pablo:
Fui objeto del amor simultáneo de las mujeres de mi familia, con sus cosas maravillosas —todo tipo de mimos y cariños— y siempre tuve la sensación de no tener que competir con otro varón. (...) Siempre he sido «el niño»; me llamaron así hasta que murieron mi tía abuela y mi abuela. En realidad, tuve tres abuelas: mi tía Ángeles fue una abuela sentimental, una persona de una sensibilidad extraordinaria. Y sabía contar historias. Tengo horas y horas de vídeos grabadas. Pienso en sus historias con lenguaje cinematográfico: las describía de tal manera que las ibas viendo en planos, como el fusilamiento de su hermano, mi tío Ángel: iban todos los hombres esposados, intentando levantar los puños. Los suben a un camión que arranca. Mi tía comienza a correr detrás, y mi tío Ángel, a pesar de las esposas, logra quitarse la gorra y se la lanza. Es la última imagen que tiene de él vivo. La siguiente es la de su cadáver en la fosa.
Iglesias se sueña en un Camelot Rojo o un Kremlin familiar con varias hadas madrinas que le cuentan terribles historias de guerra y de muerte. Y ellas mecen su cuna, hasta el día en que, como Lancelot tras pasar su infancia en la burbuja del Lago, crezca y vengue a la familia. No distingue ficción y realidad porque lo único que realmente le importa es el placer asistido de ser el Niño-Dios. Como se bautizó a sí mismo, en poema memorable, Juan Ramón Jiménez.
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