Blog de Víctor José López /Periodista

viernes, 29 de mayo de 2020

EL ÚLTIMO VIAJE DE SUCRE Por Eduardo Casanova

EDUARDO CASANOVA

1830. Cuando Antonio José de Sucre decidió abandonar para siempre la vida pública estaba en los Andes venezolanos. Pensó dirigirse a Maracaibo y desde allí llegar por mar hasta el istmo de Panamá para, luego de atravesarlo, navegar hasta Guayaquil, para subir de inmediato a Quito Pero la providencia le tenía preparado algo muy distinto. No fue a Maracaibo ni a Panamá ni fue por mar a Guayaquil.
Y los amigos de Bolívar decidieron ignorar del todo su voluntad de abandonar para siempre la vida pública. Querían que asumiera el papel de Bolívar, que se convirtiera en el jefe de los que querían una patria grande y un porvenir venturoso.
Movieron sus piezas para convertir al cumanés en presidente de Colombia. El Libertador los apoyó con toda discreción, y el plan parecía destinado a tener éxito. Sucre, a pesar de sus sentimientos personales, tomó la determinación de aceptar lo que parecía su destino, y viajó a Bogotá.
El primer contratiempo, el primer anuncio del destino, lo recibe al llegar: Simón Bolívar se había ido de la ciudad unas horas antes y ya no podrían verse y conversar. Es más, aunque no lo supiera en ese instante, nunca más se verían ni conversarían. De inmediato le escribió una carta al Libertador, al amigo, al padre, con palabras tristes pero rebosantes de amor varonil, de amor filial, y se podría decir que hasta de un presentimiento terrible. Los enemigos de Bolívar y de Sucre prepararon fríamente un manotazo legal, e hicieron aprobar un acuerdo con nombre y apellido: Para ser Presidente se requería tener cuarenta años de edad. Sucre, que acaba de cumplir treinta y cinco. Apenas se produjo la elección de Joaquín Mosquera y Domingo Caicedo como presidente y vicepresidente, el Gran Mariscal de Ayacucho, ahora sí, separado de todo cargo público, emprendió aquel último viaje que debía llevarlo a su amada ciudad de Quito por el camino de Popayán. Se enteró de que los enemigos del porvenir habían publicado en el número 3 de un periódico llamado equívocamente “El Demócrata” algo que no auguraba nada bueno para él: “Acabamos de saber con asombro, por cartas que hemos recibido del correo del Sur, que el general Antonio José de Sucre ha salido de Bogotá ejecutando fielmente las órdenes de su amo, cuando no para elevarlo otra vez, a lo menos para su propia exaltación sobre las ruinas de nuestro nuevo Gobierno. (,,,) “Puede ser que Obando haga con Sucre lo que no hicimos con Bolívar, y por lo cual el gobierno está tildado de débil, y nosotros todos, y el Gobierno mismo, carecemos de seguridad”. ¿Es posible que no se haya dado cuenta de lo que implicaban aquellas palabras? Allí estaba, en blanco y negro, anunciado sin pudor el horrible crimen que iban a cometer. Así se inició el terrible imperio del sicariato colombiano que tanto daño le ha hecho a ese país y a su pueblo. Sucre sabía muy bien que había un complot para asesinarlo. Así lo afirma el hombre que más a fondo ha investigado todo lo relativo al asesinato de Sucre, el guatemalteco/chileno Antonio José de Irisarri, autor del libro “Historia Crítica del asesinato cometido en la persona del Gran Mariscal de Ayacucho,” publicado por la Biblioteca Ayacucho (Editorial América, Madrid, España). Un mes antes del asesinato, en Tunja ya se hablaba de que Sucre moriría a manos de Obando en cuanto pasara por Pasto. También narra Irisarri que cuando el general y sus acompañantes salieron de Popayán, camino del Timbío, "hubo quien le echase su bendición, como se echa á aquel que va á recibir una pronta muerte". ¿Por qué Sucre no se defendió ni aceptó que sus partidarios lo cuidaran? ¿Por qué no tomó ni las más elementales medidas de precaución? Por donde quiera que pasaba el Gran Mariscal se ratificaban rumores que habían corrido en Bogotá antes de su partida, y en vez de dar media vuelta y buscar apoyo, siguió adelante, acompañado apenas por José Andrés García Trelles, diputado por Cuenca, y dos sargentos: Lorenzo Caicedo y Francisco Colmenares, además de un criado y dos arrieros. Como el Galileo, seguía paso a paso su Vía Crucis. Al final lo esperaba una cruz de lodo. Irisarri ofrece muchos otros detalles que hacen ver algo muy extraño. La noche del miércoles 2 de junio de 1830 el general Sucre y sus muy acompañantes durmieron en Salto de Mayo, en la casa de un tal José Eraso, que durante la Guerra de Independencia fue realista y guerrillero antirrepublicano, y tenía una terrible y bien documentada fama en toda la zona como bandido, asesino y asaltante de caminos. ¿Era acaso el único techo que podía conseguir Sucre en ese sitio del camino? Para colmo, al siguiente día, jueves 3 de junio, luego de salir con sus acompañantes muy temprano de la casa de Eraso y avanzar toda una jornada de paso rápido hasta casi agotar las cabalgaduras, al llegar antes de lo previsto a Venta Quemada, al parador en donde se alojaría, se encontró con que allí estaba nada menos que el mismo José Eraso. “Caramba –cuenta Irisarri que dijo el general cumanés a su asesino–, usted debe ser brujo o debe haber volado, si lo dejé en su casa y no me pasó en el camino, y ahora de lo encuentro delante de mí.” Y el otro le contestó un tanto azorado que conocía la zona como sus manos y había tomado un atajo. Con Eraso andaba un tal Juan Gregorio Sarría, cuya fama de ladrón, asesino y despiadado era hasta mayor aún que la de Eraso. ¡Y Sucre tuvo suficiente presencia de ánimo como para invitarlos a cenar a ambos! Los asesinos, en cambio, no tuvieron el valor de aceptar. Eraso, tartamudeando, dijo que tenía que regresar a su casa y Sarría apenas musitó que tenía que atender unos negocios en Popayán. Allí estaba, muy extrañado, el comerciante cubano Manuel de Jesús Patiño, que había reconocido a Sucre y, sabedor de quiénes eran los otros, le preguntó que si eran amigos suyos. Sucre contestó que no, que en realidad había conocido a Eraso la tarde anterior, porque tuvo que pasar la noche en su casa, y a Sarría unos minutos antes, a lo que Patiño, con cara y tono de preocupación, le dijo: “Ustedes están vivos de milagro, han dormido en medio de asesinos.” Fue entonces cuando, también según la narración de Irisarri, el sargento Francisco Colmenares oyó decir a su jefe algo extrañísimo: “Mire que se han juntado dos pollos”. Todos le aconsejaron al general Sucre que se devolviera, que en vez de seguir rumbo a Quito retornara al norte a buscar seguridad, pero no aceptó la propuesta. Se limitó a ordenar a los sargentos que se turnaran para dormir y tuvieran las armas listas y a la mano. Él también se preparó para una noche demasiado larga: Cargó cuidadosamente su pistola y la dejó muy cerca de su mano, como para poder usarla si era necesario, pero no hizo mucho más, y se acostó a dormir temprano. Eso sí, vestido. Obviamente sabía que el peligro estaba a la vuelta de la esquina. O apenas a unos pasos de su rostro, que pronto, demasiado pronto, quedaría clavado en el fango que lo esperaba a muy poco tiempo de allí. Siguió impertérrito su viaje hacia la muerte, que lo alcanzó el viernes 4 de junio de 1830. Entró a la selva cuando el sol empezaba a sentirse, y cuando arribó a un sitio llamado Jacoba o el Cabuyal, en una angostura ocurrió lo que ya era inevitable. Cuentan los testigos que se oyó primero un disparo y después otros tres. El cuerpo sin alma de Toñito Sucre estuvo allí, tirado, por 24 horas. Al día siguiente Patiño, un señor Beltrán, Colmenares y el sargento Caicedo lo enterraron humildemente envuelto en su capa, en un prado cercano, que marcaron con una cruz hecha con dos palos rústicos. Un médico inglés, Alexander Flood, y uno pastuso, Domingo Martínez, hicieron la autopsia en el sitio. Tenía dos heridas superficiales en la cabeza y una, la definitiva, que le había partido el corazón. Un corazón que se había entregado por completo a buscar la felicidad de los pueblos de la América española, felicidad que ese día, en Berruecos, también quedó muerta en el pantano.

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