Blog de Víctor José López /Periodista

lunes, 23 de marzo de 2020

MARACAY Por Eduardo Casanova

EDUARDO CASANOVA

En Maracay pasé uno de los mejores tiempos de mi infancia, y también uno de los mejores de mi madurez, en el que entraron a mi vida amigos entrañables como el poeta Alberto Hernández, el Nono Sucre, Rosana Hernández y otros que siempre están conmigo.
Es tierra caliente y uno de los lugares más interesantes y llenos de vida del país. No se puede hablar de fundación propiamente dicha, pues fue más bien un sitio sin ninguna importancia durante el período colonial. Su historia inicial no tiene nada de las luces de otras capitales actuales de estado, como Coro, Barquisimeto, Mérida, Trujillo, y mucho menos se puede comparar con la de Caracas. Tardíamente, en 1701, fue erigida en parroquia eclesiástica, luego de que los pocos vecinos que vivían en el lugar lo pidieran. En 1797 nació en el pequeño pueblo Santos Michelena, uno de los hombres más dignos de su tiempo. En 1800 estuvo en el sitio el sabio alemán Alejandro de Humboldt, que se alojó en la casa de La Glorieta, en donde se cruzan hoy las avenidas Bolívar. Fue el primero que la llamó “ciudad jardín”. Cuando la república luchaba por sobrevivir, Francisco de Miranda, el generalísimo, se alojó en la hacienda “La Trinidad,” que era del marqués de Casa León. Bolívar también estuvo allí en un par de ocasiones, lo mismo que Guzmán Blanco y Crespo. Pero lo que determinó en forma ya definitiva la suerte de Maracay fue la llegada a su espacio del general Juan Vicente Gómez. A Gómez, que se alojó en la casa del general Manuel Modesto Gallegos, aquel espacio lleno de flores y plantas hermosas le recordó su Táchira natal, y tomó la resolución de vivir en el pueblo mientras estuviera en la zona, que fue el resto de su vida. Así, Maracay no sólo se convirtió en la capital del estado Aragua, sino en la capital virtual del país hasta diciembre de 1935, que fue cuando murió el Benemérito. La presencia de Gómez, además, significó que la pequeña ciudad tuviera un hipódromo, la Escuela de Aviación Militar, un teatro (entonces teatro Maracay, hoy Ateneo), una plaza de toros, un gran hotel (el Hotel Jardín), un conjunto urbano como no existía en ningún otro lugar del país (la Plaza Girardot y los edificios que la rodean), un aeropuerto (Boca del Río), varios cuarteles y un largo etcétera que la convirtieron en una verdadera ciudad, hoy una de las más importantes de Venezuela. En 1950 su población se acercaba a los 70.000 habitantes, en 1961 llegaba a 135.000, diez años después a 255.000 y en 1981 a 387.000. Hoy supera con creces el medio millón, y quizá se acerque al millón de habitantes. Tiene (o ha tenido) dos o tres diarios, una estación de televisión y varias radios. Además cuenta con varios hoteles modernísimos. Y allí fuimos a tener los Casanova-Sucre en 1944. Inicialmente llegamos al Hotel Jardín, lo que implicó ver y oír, desde una terraza y luego de que nuestro padre nos despertara en plena madrugada, los desfiles y las marchas militares tempraneros de los cuarteles y de las Escuela Militares, todos cercanos al Hotel. Hoy me doy cuenta de que el Hotel, obra de Carlos Raúl Villanueva en 1929, era una verdadera joya arquitectónica, que virtualmente fue destruida por la estupidez humana cuando durante la dictadura perezjimenista lo convirtieron en sede de la Gobernación. Nosotros, sin imaginar que eso iba a pasar, estuvimos en ese espacio privilegiado varios días, y luego nos mudamos a Calicanto, a la calle Coromoto, a una casa, muy pequeña y rudimentaria, a cuadra y media (¿o dos cuadras y media?) de la plaza de toros. La casa, muy pequeña y modesta, con fogón de leña, estuvo en pie muchos años y durante algún tiempo sirvió de sede a la Inspectoría de Tránsito. Estaba casi directamente debajo de la ruta de los avioncitos de la Escuela de Aviación, que yo veía pasar muy cerca y hacer mucho ruido, como para que yo pudiera soñar que volaba en uno de ellos. Y como estábamos en tiempos de la Guerra Mundial, muchas veces soñé que volaba con mi padre y combatíamos a los alemanes en Europa. Y ese sueño se estiró lo suficiente como para combatiéramos también en tierra, o mi padre manejara una ambulancia en franco apoyo de los aliados. Justo en la entrada, en la pequeña sala de la casa, mi padre tenía una de esas aparatosas radios con forma de capilla gótica y miles de números, en el que escuchaba las noticias, no sólo de Maracay y alrededores, sino también de Caracas y de Valencia, pero igualmente de otros países del mundo, noticias y música que llegaban acompañadas de todo tipo de ruidos que me hacían pensar que salían de alguna fábrica llena de máquinas metálicas y de madera, en sitios poblados por extrañísimos animales, especialmente animales voladores que chillaban a toda hora. En las mañanas había un programa patrocinado por la Maizina Americana (“gran producto nacional, lleva el águila en la caja que es su marca sin igual”) en el que nombraban a personas reales para que se despertaran. Nuestro vecino del lado norte era un militar, aviador por más señas: José Saúl Guerrero Rosales (que en tiempos de Pérez Jiménez llegó a ser comandante de la aviación), y tenía un “jeep”. Mi padre, cuando hablaba con él, le preguntaba sobre la guerra, y cuando no estaba, nos decía como una muestra de un humor muy fijo: “¡José Saúl, préstame tu yi pipí!” y se moría de la risa con su ocurrencia. Uno de los primeros recuerdos que guardo de Maracay, además de los relacionados con la Guerra, es la visita que hicimos al Campo de Carabobo. La carretera que unía a Maracay con Valencia, tal como la que unía a Valencia con la aldea de Carabobo, estaban muy lejos de parecerse a las autopistas que existen ahora. Gracias, entre otros, a mi padre, ya no eran los viejos caminos “de coroneles” que no pasaban de ser las viejas veredas de indios y de recuas, y que por lo general se limitaban a unir las casas de las haciendas de los poderosos. Esas servían a quienes iban a pie o a lomo de bestias. Pero las nuevas estaban diseñadas y construidas para automóviles que avanzaban aún a velocidades muy discretas. De Maracay a Valencia, con suerte, se iba en una o dos horas, y de Valencia a Carabobo en una, de modo que el viaje tomaba sus buenas dos o tres horas, que debían ser interrumpidas más de una vez para que los pasajeros se refrescaran o se alimentaran, o todo lo contrario. Y los automóviles de entonces no eran tan cómodos como los de ahora. Los Casanova no tenían un automóvil propiamente dicho, sino una antigua camioneta militar, que del lado del acompañante tenía, en el techo, una abertura redonda cubierta por lona, en donde se suponía que un artillero sacara medio cuerpo para disparar al enemigo. De lado del artillero iba siempre mi madre, y con ella sus dos pequeños hijos, lo que aumentaba la incomodidad de cualquier viaje. En Carabobo, mi padre nos contó con especial interés la historia del teniente Pedro Camejo, “Negro Primero,” el antiguo esclavo nacido en Apure en 1790 que inicialmente fue enemigo de los independentistas y en 1816 fue captado por Páez para las fuerzas republicanas. Supongo que el “Poncho” Casanova creía a pie juntillas aquello de que Camejo se presentó ante Páez, que lo reconvino por haber dejado su puesto de combate, y el sargento le respondió: “Mi general, vengo a decirle adiós porque estoy muerto,” algo que posiblemente haya sido inventado por Eduardo Blanco, o por Simón Bolívar por aquello de que los pueblos necesitan leyendas, sobre todo leyendas heroicas. El caso es que el “Poncho” nos contó esa historia agregándole una buena dosis de dramatismo, y que poco después se desató una fuerte tormenta tropical que lo obligó a detenerse a un lado del camino a esperar que amainara. Y con ello entró a mi mente infantil una tempestad de pavor que todavía aflora de vez en cuando, sobre todo en las noches de tormenta. Estoy convencido de que ese día, en Maracay, nació mi vocación de novelista.

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