JOSÉ MANUEL PALLÍ
En abril de
este año 2013, los colombianos recordaron con recogimiento y reflexión el 65º
aniversario del magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán, brillante orador y líder
del Partido Liberal.
Más allá de
la asignación de responsabilidades por la autoría de aquel hecho de violencia
política (que si lo mató la CIA, o si el asesinato fue obra de los
conservadores, o bien de los comunistas colombianos…), lo cierto es que la
muerte de Gaitán acentuó la polarización que ya por entonces existía en la
sociedad colombiana, y encaminó a Colombia por un triste camino que, sólo en
fechas recientes y con titánico esfuerzo, han podido los colombianos comenzar a
desandar.
En los
Estados Unidos no somos ajenos a los hechos de violencia política, claro. Y la
proliferación de todo tipo de armamento en nuestras calles nos debiera llamar a
sosiego ante el grado de inquina que está alcanzando entre nosotros la
polarización, que ya se acerca peligrosamente a ser tan profunda y divisiva
como lo es en las sociedades más polarizadas del planeta.
Los hechos
que hemos vivido en estos días en nuestro país, si bien la sangre todavía no ha
llegado al río, constituyen un atentado de magnicidio, no ya contra un
individuo, ni contra un grupo en particular, ni siquiera en contra (o en
defensa) de una ideología en particular –es difícil encontrar el menor vestigio
de ideología alguna en el conjunto de eslóganes, uno más necio que el otro, que
repiten como loros los responsables del Té-tazo por el que atravesamos- sino
contra toda una estructura institucional.
Una
estructura, que durante muchos años, evitó en los Estados Unidos la ocurrencia
de Bogotazos, Caracazos, o incluso manifestaciones algo más benignas del
disgusto popular como la toma de las calles en forma masiva por ciudadanos
indignados ante la insensibilidad y negligencia de sus gobernantes.
Una
estructura que nos ha dado, hasta ahora, la autoridad moral para señalar las
deficiencias de quienes padecían la ausencia de un marco institucional como el
nuestro y, en muchos casos, nos lo envidiaban.
Una
estructura que hemos descuidado irresponsablemente a partir de nuestra
indiferencia ante quienes con absoluto descaro han puesto ese marco
institucional al servicio del mejor postor. Nuestras leyes son hoy en día poco
más que el reflejo de un sinnúmero de intereses sectoriales, representados por
cabilderos irresponsables que sólo responden a quienes les pagan por hacer su “trabajo
legislativo” y a quienes poco les interesan las consecuencias de las leyes que
ellos mismos hacen, mientras les permitan llenarse sus bolsillos de
dinero.
Que alguien
de la insignificancia hasta ayer de Ted Cruz –empeñado en convertirse en Tom
Cruise a fuerza de llevar hasta sus últimas consecuencias su “Misión Imposible”-
se haya convertido en el eje sobre el que gira la primera potencia del mundo,
al punto de transformarse en líder “de facto” de la Cámara de Representantes
(por “default”, es cierto, del cabeza hueca que ostenta ese cargo) nos debiera
preocupar especialmente a los cubanos, o cubanoamericanos.
Y es que
algunos de nuestros políticos más exitosos –y comparto el orgullo de muchos
cubanos por el éxito que ha tenido nuestra comunidad al generarlos- se acercan
cada vez más a la parodia. Me imagino que un buen amigo mío describiría a Tom
(quiero decir Ted) como un ejemplar de lo que considera un “racionalmente egoísta
homo politicus cubanusamericanus”, aunque lo de racional le queda grande al Sr.
Cruise (sorry, Cruz). Pero el daño que le hizo a la imagen de los cubanos el
mal llevado affaire de Elián González nos va a parecer cosa de niños comparado
con el que puede hacerle este niño malcriado.
En España
dicen aquello de que “lo que natura non da, Salamanca non presta”. El Senador
por Texas (y por Canadá: gracias, Señor, por no sobrecargar esta vez a tu
pueblo elegido de Miami) puede haber pasado por las mejores universidades de
este país, pero es evidente que se saltó el kindergarten, en donde, según reza
el título de un “best-seller” de no hace mucho tiempo, uno aprende todo lo que
necesita saber en la vida.
Al lado de Tom (sorry, quise decir Ted)
hasta Nicolás Maduro parece un “frat-boy” de Princeton. ¿Habrán estudiado
juntos? Lo que me queda claro es que tanto Nick como Ted son igual de inmaduros…
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