Cuando yo era un adolescente, una revista argentina llamada Tía Vicenta (una especie de versión “sudaca” de La Codorniz,
que durante la época de Franco, era uno de los pocos medios de
comunicación en España con las agallas para burlarse del generalísimo),
popularizó la sigla G.C.U. (Gente Como Uno) para que quienes éramos lo
suficientemente snobs pudiéramos identificarnos y distinguirnos de “las
masas”. Confieso que cuando comencé a leer sobre la G.C.U. y sus
características –y hasta que superé la “edad del pavo”– me sentí en
buena medida identificado con ese estrato social (presumiblemente
educado, con “buen gusto”, bien pensante, solvente moral y
económicamente).
Aunque luego se retractó –la cortina musical de su campaña bien pudiera ser un viejo merengue de Chico Novarro titulado El Camaleón, cuya letra se puede leer en www.violetarivas.com.ar/Chico% 20Novarro-4.htm–
cuando Mitt Romney, hablándole a sus pares (o casi pares, porque la
capacidad de Mitt para “hacer dinero” supera a la de sus más acaudalados
donantes) excluyó al 47 por ciento de la población de EEUU
descalificándolos de la manera en que lo hizo, me recordó aquello de la
G.C.U.: Mitt apuesta a que el 53 por ciento restante son “gente como
él”, polarizando aún más una sociedad ya peligrosamente polarizada.
El
síndrome de la G.C.U. también se esconde detrás de los esfuerzos de
quienes, pretendiendo combatir un fraude inexistente, quieren privar del
acceso a las urnas a quienes no son “gente como ellos”. Algunos hasta
se entusiasman con la idea de volver a la era del voto calificado –solo
votaría la “gente como ellos”, y claro está, “ellos” decidirían quiénes
son G.C.U. y quiénes no.
Hasta
algunos de nuestros “expertos” en cubanología, luchadores añejos por
restaurar la democracia en Cuba, comienzan, aparentemente , a
contagiarse con el síndrome de la G.C.U., argumentando que “la
transición” pudiera requerir un periodo durante el cual un “hombre
fuerte” regiría los destinos de la isla, no vaya a ser que el sistema
según el cual cada ciudadano tiene derecho a un voto resulte en una
democracia mal parida por negligencia de los votantes, muy pocos de los
cuales serían G.C.U.
Algunos
de estos cubanólogos me recuerdan la manera en que Harry Truman (el
último presidente que tuvimos con las agallas para oponerse al lobby desenfrenado
de K Street y a la venta de las ideas políticas y de los candidatos a
través de Madison Avenue, vicios estos que condicionan hoy nuestro
sistema electoral en el cual los votos que más pesan son los de las
billeteras y los de las boleteras) explicaba su desconfianza hacia los
“expertos”: “Un experto es alguien que se niega a aprender nada nuevo,
porque en cuanto aprende algo nuevo deja de ser experto”. Y hay algunos
cubanólogos que hacen gala de su resistencia a aprender nada nuevo sobre
Cuba y su historia y que no parecen haber aprendido nada sobre los
valores en los que se cimenta nuestra sociedad en los muchos años que
llevan en EEUU. Cada cuatro años, estos “expertos” celebran su
inmaculada impermeabilidad ante toda idea novedosa capaz de alterar el
rumbo de la cubanología con una misa solemne en el Versalles, oficiada
este año por el compañero de fórmula de Mitt.
Evocar
a Truman es recordar una era en la política de EEUU en la que los
políticos eran realmente “chéveres”, y lo eran por su transparente
autenticidad. El evangelio político según Karl Rove ha reemplazado esa
autenticidad con un “vale todo” donde campea el cinismo. En un reciente
programa de TV que se difunde en todo nuestro hemisferio, me dio pena
escuchar a una experimentada congresista decir, no una sino varias
veces, que lo que se lee en las plataformas electorales de nuestros
partidos políticos no tiene valor ni significado alguno. Y, más triste
aún, a ninguno de los participantes en el programa pareció llamarles la
atención esa aseveración.
Los
recitadores de versos que glorifican el Populismo de Mercado nos han
vendido la idea absurda de que la capacidad para “hacer dinero” ( make money) implica, necesariamente, la capacidad para “hacer sentido” ( make sense)
y para liderar a una nación, idea esta desvirtuada, cada día, por
personajes como Donald Trump. Pero la fábula simplista que subyace a esa
versión populista de un sistema económico en el que el único interés
que cuenta es el individual se convierte en algo potencialmente mucho
más peligroso cuando los fabuladores son, además, arrogantes abanderados
de la “gente como ellos”, como es el caso de Romney.
Abogado cubano, presidente de World Wide Title, con sede en Miami.
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