Blog de Víctor José López /Periodista

lunes, 27 de febrero de 2012

RUBÉN MONASTERIOS: Odor di femmina

Lady Gaga amenaza invadir el mercado con un perfume que huele a “prostituta cara”; en el Barcelona Fashion la diseñadora Toton Comella presenta lencería con aromas a cereza y canela. Evidentemente, en el universo de las modas se está configurando una tendencia rinoflerista, o de erotización mediante los olores, que nos hace evocar el perturbador odor di femmina: obsesión de Don Giovanni en la ópera de ese título debida al genio de Mozart −un rinófilo consumado−, en el mayor tributo artístico rendido a ese deleite erótico.

Los franceses de la Provence lo llamaron cassolette, palabra que en la arcaica lengua de Oc significa tanto lo dicho, como un platillo culinario hecho con frutos del mar. El olor a hembra también ha sido llamado pebetero, término que involucra algo más que lo específicamente genital; el pebetero es el aroma natural propio y exclusivo de cada mujer; es la síntesis de todos sus olores.

Los olores juegan un papel clave en la comunicación entre los animales, en particular, en su interacción sexual; las exoferomonas (hormonas que actúan fuera del organismo) son sustancias volátiles producidas por las glándulas aprocrinas de las axilas y de la zona genital, exudadas con el sudor, el sebo y otros fluidos orgánicos; muy probablemente las capta el receptor mediante el órgano vómeronasal, un sensor especializado ubicado en las fosas nasales.

El fenómeno podría explicar la atracción entre el hombre y la mujer; atendiendo a una tesis evolucionista concerniente a la formación de la pareja humana, las exoferomonas actúan en nosotros por debajo del nivel plenamente consciente, de aquí que los enamoramientos súbitos, o flechazos, podrían ser un efecto de su influencia.

Según una creencia muy popular durante la Edad Media, la mujer empeñada en inspirar amor eterno en su galán debía hacerle comer una manzana, o cualquier otro alimento, previamente acunado entre sus muslos mientras durmiera.

El secreto en función de potenciar su atractivo sexual de las damas mondaines y las madames del ayer, revelado a sus pupilas cuando se les antojaba, consistía en mezclar su perfume personal con una pizca de su fluido vaginal. La sabiduría erótica manda aplicar esa esencia en los puntos del cuerpo femenino que atraen los besos del buen amador: detrás de las orejas, el cuello, el seno, las muñecas, las ingles, las corvas…

La ciencia les confiere la razón a partir de un serie de experimentos que genéricamente podríamos llamar “de la ropa íntima”; consisten en hacer oler a las mujeres camisetas sudadas de hombres, y a estos, pantaletas y brasieres usados; los resultados demuestran la influencia estimuladora de la sexualidad del receptor de ese compuesto bioquímico presente en los tejidos.

Para muchísimos hombres es indispensable en la experiencia erótica el particular seductor aroma a mejillones y almejas propio de la vagina. Es clásica en tal sentido la anécdota atribuida a Víctor Manuel II de Saboya, primer rey de Italia; su atracción por las plebeyas era del dominio público; durante un paseo campestre atisbó a una pastora que lo fascinó; no transcurrió mucho tiempo sin que los consabidos adulantes la condujeran a él. Los alcahuetas se sienten de lo más satisfechos, y sin duda anticipan los beneficios debidos al servicio; y he aquí que súbitamente se les enfría el ánimo al escuchar bramidos de contrariedad en la tienda del rey. Sale el monarca gimiendo desilusionado: “¡Lavada!, ¡la han bañado!”; en efecto, en un exceso de celo los cortesanos consideraron conveniente someter a la rústica muchacha a ciertas prácticas higiénicas preliminares. Del emperador Napoleón Bonaparte sabemos de su rinoflerismo por la famosa carta destinada a Josefina, en la que le ruega: “no te bañes” durante las dos semanas previas a su encuentro, de modo de poder gozar a plenitud de todas sus emanaciones naturales. A Bolívar lo trastornaba el cassolette; podía reconocer por el olfato la presencia de una mujer sexualmente receptiva, incluso estando ella en un cuarto vecino; cuenta O’Leary que entonces su excitación se hacía notoria en el ajustado pantalón llevado por los hombres de su época, causando admiración y asombro; y no podía ser de otro modo porque al Libertador lo apodaban el Trípode.

De modo que asociar los olores a la sexualidad es algo así como inventar el agua tibia, pero no deja de ser meritorio en la modista catalana y en la ídolo de los freaks el haberle dado vigencia a un conocimiento tan antiguo como la propia especie humana, con el loable propósito de enriquecer la experiencia erótica sibarítica de la pareja contemporánea, y, desde luego, de engrosar su peculio.

Quizá uno no sienta mucho entusiasmo por los olores de cereza y canela en su estado puro, pero el hecho es que de haberse perfumado la dama con la esencia de Lady Gaga y una vez usadas sus bragas “a lo Toton” −y, en consecuencia, entremezclados esos sutiles aromas vegetales con los efluvios bioquímicos propios de la hembra de la especie humana−, en esa prenda íntima así impregnada se habrá sintetizado una alquimia afrodisíaca enloquecedora. Un odor di femmina suprapotenciado: el verídico acicate que hace encabritar al potro y lanzarlo en desmadrado galope hacia la boca del volcán.

Y es que en el macho humano, integralmente viril, ese aroma embriagador es una señal biológica que activa los mecanismos de la seducción; en palabras de José Gregorio Hernández entresacadas de su Diario: “el olor a hembra es un reclamo invisible dado por Dios, que excita la urgencia sexual del varón heterosexual maduro y lo incita a aproximarse a la mujer con la única intención de someterla y cogerla”. Amén.

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