Blog de Víctor José López /Periodista

jueves, 29 de septiembre de 2016

Hay pocas cosas más inútiles que explicar un chiste.

Tres patines: Un caso de solemnicidio




JORGE BASILAGO

Hay pocas cosas más inútiles que explicar un chiste. Una de ellas, probablemente, es buscar precisiones sobre los impulsos que rigen el humor y la risa. «Los más grandes pensadores, desde Aristóteles, han estudiado este sutil problema. Todos lo han visto sustraerse a su esfuerzo», escribió el francés Henri Bergson en uno de los más conocidos ensayos sobre el tema. Y dado que no somos grandes pensadores no persistiremos en el intento, que por lo demás suele resultar muy poco gracioso.

Analizar la comicidad casi nunca habilita a ejercerla. Implica «ponerse serio» y comenzar perdiendo un combate desigual. Según Bergson, los filósofos parecen haber tenido mejor suerte con el sentido de la vida que con el del humor. Mientras que las afables jerarquías católicas, que por siglos consideraron que «entre todas las formas malignas de expresión, la risa es la peor» (Regula Magistri, Siglo VI), vieron esfumarse entre carcajadas sus intentos persecutorios. En tanto, a los humoristas jamás les importó demasiado teorizar sobre su actividad: se saben graciosos y ya, como quien nace con las orejas grandes o el cabello oscuro.
Escurridizo, ambiguo, políticamente incorrecto e impredecible —¿podría causar gracia algo que no cumpliese al menos con uno de estos requisitos?—, el humor se las compuso para atravesar la historia y las geografías eludiendo menosprecios y cuestionamientos. Según el caso, fue físico, político, escatológico, irónico, ácido, absurdo, negro, colorado o verde. Hasta lo han considerado «terapéutico» o «postraumático», porque contribuye a la liberación de hormonas que producen placer. Y su gran triunfo fue que se lo asociara, por fin, con la inteligencia, aunque la relación no siempre sea de doble vía.
Lo mejor es que, incluso ante la misma situación, muchos de nosotros nos reímos de matices diferentes. Las realidades, los lenguajes y los hechos pueden distorsionarse hasta el infinito, pero la risa todavía nos permite establecer curiosos códigos de complicidad: «El humor nunca ocurre en soledad», sostuvo la narradora y periodista mexicana Hortensia Moreno en un artículo para la revista Leer y Leer. Una opinión respaldada por las estadísticas: somos treinta veces más propensos a reír si estamos acompañados.
El humor se torna cultura y ayuda a definirnos como personas y como pueblos. Un rasgo que en América Latina ha tenido varios exponentes de relevancia. Para esta serie, seleccionamos cinco perfiles (cuatro hombres y una mujer), pero no para desensamblar los engranajes de su quehacer, sino apenas para asomarnos un poco más al proceso de desarrollo de sus respectivos estilos. A la forma en que pintaron su aldea cómica incluyéndonos en el retrato: al delinear personajes y libretos que afianzaron los modos de su tierra y su gente, nos enseñaron a conocernos mejor. Y solo quien se conoce en profundidad puede reírse de sí mismo, contagiando además a los vecinos. Estos artistas también fueron, a su modo, universales.
Llegamos a Cuba. En la más grande de las Antillas Mayores nos aguarda Leopoldo Fernández, cuyo nombre suena incompleto sin el «Trespatines» que los convirtió en celebridad con La Tremenda Corte. Nacido en Jagüey Grande —a medio camino entre el paraíso all included de Varadero y el símbolo revolucionario llamado Playa Girón— a comienzos del siglo XX, Fernández fue un intuitivo todoterreno que «cultivó desde los espectáculos circenses y teatrales, hasta la radio y la televisión, pasando por la música y el baile, disfrazado de ladrón o de negro, de payaso o de caballero galán, de adulador o de aventurero», según la definición del periodista costarricense José Meléndez.
Pobreza, humor y «autoridad»
El humor como contracara de la pobreza. De tan reiterada, la dualidad casi parece un requisito, aunque no lo sea. Pero esa fue la constante en los años infantiles de Leopoldo Fernández Salgado, el primogénito de una familia numerosa —cinco hijos— que apuntalaba su economía por medio de un modesto circo de pueblo en que todos participaban. Allí, la primera mueca del destino tuvo una gracia algo subversiva, porque su padre no solo era el propietario, director, coreógrafo, artista y cantante, sino también el jefe de policía del lugar. Una curiosa noción de la «autoridad», como generadora u objeto de chanzas, que acompañaría al pequeño Leopoldo desde entonces hasta el período más destacado de su vida.
De la misma forma, casi junto con el habla, le fue dada la capacidad de hacer malabarismos con las palabras y los hechos. Siempre con un efecto cómico en las orillas, fuese voluntario o no. Suele narrarse una leyenda familiar, según la cual el pequeño Leopoldo fue enviado por su madre a buscar una cazuela de carne a cierta distancia de su casa. En el camino de vuelta, el olor de la comida lo tentó a probarla. Comenzó por la carne, siguió con las papas y, cuando quiso darse cuenta, apenas quedaban unos pocos recuerdos del preparado flotando en el recipiente. Asustado, se sentó a llorar en plena calle hasta que un vecino le preguntó qué le sucedía. Su explicación, entre lágrimas, bien pudo formar parte de algún libreto de La Tremenda Corte: «Venía caminando con la carne con papas. Tropecé. Me caí. Y lo único que pude recoger fue el caldo», evocó el periodista Guillermo Ocean Castillo Loría.
Muy pronto los Fernández Salgado dejaron atrás el circo y cambiaron Jagüey Grande por La Habana, donde esperaban hallar mejores posibilidades de salir adelante. Lejos de aquellos escenarios de tablas temblorosas, el hijo mayor profundizó su aprendizaje de picardías en las calles, con su gente, como repartidor de pan, telegrafista y «lector de tabaquería». Fue quizás en este último trabajo —en el que debía leer los diarios en voz alta para los empleados que elaboraban los famosos puros habaneros— donde empezó a modelar el estilo de medido histrionismo que luego sería su marca registrada. «Su secreto estaba en el contraste entre su gracia verbal y su carácter ríspido, enmarcado en el rostro poco expresivo y la figura magra», escribió sobre él Arnoldo Varona, editor del sitio web The Cuban History.
Del teatro a la radio
A mediados de los años veinte, nuestro personaje ya había trajinado los escenarios de varios teatros habaneros en distintos papeles; en especial los de «negrito» (embaucador), una de las tres categorías básicas en el género costumbrista cubano junto con el «gallego» o «chino» (víctima) y la «mulata» (entrometida que ayuda al anterior). Y también había ganado un concurso de bailarines de charlestón, vestido a la usanza de los negros del sur estadounidense, en un número que matizó con pequeños gags humorísticos para conquistar al jurado. «Mi mayor satisfacción es saber que la gente ríe por mis actuaciones», confesaría mucho tiempo después, en lo que puede considerarse el primer mandamiento de su credo cómico.
Tras un breve regreso a su pueblo natal, lo contrataron para una gira nacional con la Compañía Mexicana de Artes Dramáticas de Blanca Gómez. No volvería a detenerse: durante buena parte de la década de 1930 recorrió Puerto Rico, Venezuela, Colombia y República Dominicana unido a distintos grupos y espectáculos de zarzuela o de revistas. Hacia 1939, todavía no era una estrella, pero el éxito grande estaba a punto de llamar a su puerta: luego de ver sus improvisaciones y movimientos en escena, el conocido periodista y guionista Cástor Vispo sostuvo que no andaba en dos, sino en tres patines; y eso, en lengua coloquial, equivalía a decir que esa persona tenía el don de la risa. Justo lo que el autor necesitaba para sus espacios humorísticos radiales.
Con su integración al grupo de trabajo de Vispo, Leopoldo halló las dos patas que le faltaban a su comicidad para desarrollar todo su potencial: en primer lugar, la estructura del libreto; y luego la química con los otros miembros del elenco, en especial con Aníbal De Mar (el futuro Tremendo Juez) y Mimí Cal (que encarnaría a Luz María Nananina). Una tríada que enlazó, en rápida sucesión, varios éxitos radiofónicos y económicos como El Precinto competidora Los ricachos, casi todos centrados en la figura literaria/dramática del «pícaro» cubano, muy emparentada con su homónimo español. Este rol alcanzó su punto culminante con la aparición de José Candelario Trespatines en La Tremenda Corte, que se mantendría en el aire en distintas emisoras cubanas desde 1942 hasta 1961.
Malabarismos de lenguaje
«Los deliciosos libretos de Cástor Vispo satirizaban el desempeño de los Juzgados Correccionales y tenían como principal resorte malabarismos de lenguaje, a partir de anfibologías y retruécanos», analiza Varona. En la Cuba prerrevolucionaria, la administración de justicia estaba tan viciada como el resto de las instituciones. De allí que el programa fuese a la vez gracioso y crítico a los oídos de la audiencia. Sin ir más lejos, la frase de cabecera de Nananina —«Aquí como todos los días»— parece denunciar a una «testigo a sueldo», de turno permanente en el juzgado y con intervención en cualquier tipo de causa.
Por otro lado, la aparente ingenuidad o lentitud del Tremendo Juez, siempre sorprendido por las artimañas del acusado, contrasta con la agilidad de su «mano dura»: todo atisbo de desacato en la sala es objeto de severas penalidades, desde multas hasta días de arresto. Castillo Loría llegó a sostener que Vispo se inspiró en un magistrado real, de origen estadounidense y apellidado Pitcher, para crear al personaje. «En cierta forma, La Tremenda Corte es una versión radial de la Cuba de ayer», concedió alguna vez Manuel Díaz en las páginas de El Nuevo Herald.
Esta cadena de arbitrariedades, injusticias y testimonios viciados o parciales, determina la necesaria complicidad del oyente con el único sospechoso de todos los delitos: Trespatines. A nadie le importa demasiado su culpabilidad real, como tampoco el hecho de que siempre sea condenado. La reiteración del modelo, vaya a saberse por qué misteriosas razones, no le resta efectividad ni chispa al conjunto. Basta con que el frustrado vivillo desbarate las solemnidades legales por medio de dos o tres tirabuzones verbales, para que se justifique incluso la pena impuesta: «Eso es lo que me da rabia de ‘Rudecindo’, que cada vez que yo le robo algo siempre se imagina que lo hago de mala fe», se le oye argumentar en uno de los capítulos.
Una verdadera estrella
«Trespatines ha sido el mejor cómico de la radio nacional. Fue bueno en teatro y en televisión, pero una verdadera estrella en radio», ha dicho el periodista, escritor y humorista Enrique Núñez, quien fuera buen amigo de Leopoldo Fernández. Para Núñez, además, el componente cultural «evidentemente cubano» del humor de Fernández es una de las grandes claves de su éxito y permanencia en el gusto popular latinoamericano. Algunas de las otras, que lo proyectaron como una figura continental desde los años sesenta hasta la actualidad, tienen que ver con el uso de un lenguaje sin groserías —que además instaló varios términos y frases en el habla popular, como «¡A la reja!» o «¡Cosa más grande la vida, chico!»— y con la gracia enfocada sobre las situaciones, no sobre las personas.
Con la emisión del programa televisivo de La Tremenda Corte —grabado en México en la segunda mitad de los años sesenta— el formato terminó de consolidarse regionalmente, aunque no sea esa su mejor versión. Como ya no estaba Vispo en los libretos, Fernández pasó a ocuparse del tema, aunque dándole otra perspectiva: «Trato de que el ritmo se mantenga constantemente; […] no me ciño al libreto, sino que improvisamos muchísimo. Ese es otro factor importante del programa, ya que le da naturalidad», señaló en una entrevista para el diario La Nación de Costa Rica. Del grupo de actores y actrices originales, solo llegaron a la pantalla los dos centrales: Trespatines y el Tremendo Juez. La magia cedió el terreno que ganó el desgaste, pero el afecto de la audiencia casi no varió.
Para Fernández, esa identificación de la gente con Trespatines, desde México hasta Perú, se debía a que era «pícaro, alegre, muy enredador… como muchos de nosotros quisiéramos ser. […] Es, simplemente, un tipo que tiene mucho del hombre latino». Buscavidas, siete oficios, un poco holgazán y otro tanto embaucador, el vivo más ingenuo de todos. La lista de virtudes del personaje incluye la capacidad de hacer pasar un murciélago por canario y mantener el gesto neutro, la «cara de palo» al mejor estilo Buster Keaton. Nada raro por estas tierras, donde hasta hubo un actor que comenzó siendo telegrafista y acabó por descubrir un código común con la mayoría de los latinoamericanos: el solemnicidio.

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