Mark Kram. 11-08-2014.
Joe
Frazier dijo eso de Muhammad Ali, pero su enfrentamiento habìa
resultado tan fiero y cruento que la frase podía ser aplicada para
ambos.
En honor al aniversario 60 de Sports Illustrated, Si.com está
reeditando, en su totalidad, 60 de las mejores historias publicadas por
la revista. El turno de hoy es para la pieza poética de Mark Kram de
Thrilla in Manila, la tercera y final pelea entre Muhammad Ali y Joe
Frazier en su trilogía épica. Esta pieza fue publicada originalmente en
el ejemplar del 13 de octubre de 1975.
Fue
solo un momento, deslizándose ante los ojos como el paso repentino de
la luz a la sombra, pero largos años después permanecerá como una mirada
pura y dinámica de la dura realidad, y si Muhammad Ali pudiera haberse
mirado ¿Qué verdad inicial y final habría visto? Él había sido conducido
por la alfombra roja por Imelda Marcos, la primera dama de Filipinas,
como invitado de honor en el Palacio Malacañang. La música suave flotaba
desde la terraza mientras la hermosa Imelda guiaba al inmenso y todavía
campeón mundial de los pesos pesados por el largo buffet ornamentado
por grandes candelabros. Los dos susurraban, y entonces ella se detuvo y
llenó su plato, y mientras él esperaba las llamas lanzaron una chispa
de luz sobre el rostro de un hombre que solo pocas horas antes había
sobrevivido la última inquisición de sí mismo y su arte.
El
más loco de los existencialistas, uno de los grandes surrealistas de
nuestro tiempo, el rey de todo lo que ve, Ali nunca antes pareció tan
vulnerable y frágil, tan penosamente inmajestuoso, tan lejos del
universo que reclama como su propiedad absoluta. Apenas podía sostener
su tenedor, y levantaba la comida lentamente hasta su labio inferior, el
cual había sido golpeado hasta ponerlo rosado. La piel de su rostro
estaba opaca y magullada, sus ojos drenados de esa familiar alegría
infantil. Su ojo derecho estaba amoratado, empezando a cerrarse, un
punto de inminente ceguera ante la luz. Masticaba su comida
dolorosamente, y entonces de pronto se alejó de las llamas como si se
hubiese dado cuenta de la máscara que usaba, como si una voz interna
estuviese riéndose de él. Se encogió de hombros, y el momento se fue.
A
un par de millas de distancia, en la habitación de un hotel, el hombre
que siempre ha demandado respuestas de Ali, que siempre ha acechado al
campeón como un lobo, descansa en la semipenumbra. Solo su respiración
profunda alteraba la tranquilidad como un viejo amigo que caminase a
medio metro de él. “¿Quién es?” preguntó Joe Frazier, levantándose para
mirar alrededor. “Quién es? ¡No puedo ver! ¡No puedo ver! ¡Prenda la
luz!” Otra luz se encendió, pero Frazier todavía no podia ver. La escena
no puede ser olvidada, este buen y galante hombre tendido ahí, acusando
los residuos de algo nunca antes visto en un cuadrilátero, una voluntad
que lo había llevado tan lejos, y ahora seguramente muy lejos. Sus ojos
estaban apenas abiertos, su cara lucía como si hubiese sido pintada por
Goya. “Hombre, lo impacté con golpes que hubiesen tumbado los muros de
una ciudad”, dijo Frazier. “Vaya, vaya, él es un gran campeón”. Entonces
regresó su cabeza a la almohada, y pronto lo único que permanecía era
la respiración profunda de un sueño profundo estrellándose como grandes
olas contra el silencio.
El
tiempo puede erosionar aquella mañana larga de drama en Manila, pero
para cualquiera que hubiese estado ahí, esas caras regresaran una y otra
vez para evocar lo que ocurrió cuando dos de los más grandes pesos
pesados de cualquier era se enfrentaron por tercera vez, y dejaron
atónitos a millones alrededor del mundo. Muhammad Ali lo describió como
fue: “Fue como ver muy de cerca la muerte. Lo más cercano a morir que yo
conozca”.
La
versión de Ali de la muerte empezó alrededor de las 10:45 a.m. del
primero de octubre en Manila. Hasta entonces su actitud había sido
frívola. Simplemente no aceptaba a Joe Frazier como hombre o como
peleador, a pesar de la amarga lección que le había dado Frazier en su
primera pelea salvaje. La estética gobierna todas las acciones y
conclusiones de Ali; la manera como luce un hombre, la manera como se
mueve es lo que interesa a Ali. Para los patrones de Ali, Frazier no era
bien parecido como hombre ni tenía la semblanza de estilo como
peleador. Frazier era una afrenta a la belleza, para la propia belleza
de Ali tanto como para su concepto precoz de cómo un buen peleador se
debe mover. Ali no odiaba a Frazier, pero lo veía con la idea de un
hombre que no puede lograr algo cercano a la perfección física y
profesional.
Allá
arriba, hasta que sonó el campanazo del primer round, Ali estaba
convencido de que Frazier estaba acabado, estaba convencido de que no
era más que un cascarón, que tantos golpes a la cabeza dejaron a Frazier
como un recipiente de metal para lápices. “¿Que clase de hombre puede
recibir todos esos golpes en la cabeza?” se preguntó una y otra vez. No
podía encontrar una respuesta. Eventualmente él despreciaba a Frazier
como la representación de la estupidez animal. Antes del campanazo Ali
estaba concentrado en su esquina, miraba a su entrenador, Herbert
Muhammad, y conversaba sin foco. Una vez, mientras miraba una botella de
agua mineral en frente de Herbert, dijo, “¿Qué tenemos ahí Herbert?
Solo otro día de trabajo. Voy a poner un astazo en la cabeza de ese
negro”.
Al
otro lado del cuadrilátero, Joe Frazier usaba pantalones que parecían
haber sido cortados de la indumentaria de un granjero. Estaba
oscuramente tenso, saltando arriba y abajo como intentando encender un
motor dentro de él. El odio nunca había sido parte de él, pero palabras
como “gorila”, “feo”, “ignorante”, toda la crueldad interminable de Ali,
habían finalmente mordido profundamente su alma. Él estaba ahí no
solamente por la victoria; quería arrancarle el corazón a Ali y luego
destrozarlo con sus manos. Uno pensaba en ese momento días antes, cuando
Ali y Frazier con sus manejadores entre ellos salían del Palacio
Malacañang, y Frazier le dijo a Ali, inclinándose y midiendo cada
palabra, “Te voy a sonar ese culo medio desarrollado”.
En
vehículos rústicos repletos, en taxis diminutos, en limusinas y
bicicletas destartaladas, 28000 personas habían llegado hasta el Coliseo
Filipino. El sol matinal reverberaba y el mar del sur de China traía un
viento ruidoso. Las calles de la ciudad se vaciaron cuando la pelea
empezó en la televisión pública. En el ringside, aun cuando había aire
acondicionado, el calor apretaba los cuerpos como una cuerda pesada y
húmeda. Ahora, el Presidente Ferdinand Marcos un pequeño hombre moreno, e
Imelda, hermosa y agradable como si estuviese relajada en un balcón de
palacio tomando té, se habían sentado.
Fiel
a su plan, arrogante y contencioso sobre el valor de un oponente como
nunca antes, Ali inició la pelea plantado en el centro del cuadrilátero,
lanzando los puños como pistones de una inmensa y magnífica máquina.
Mucho más amplio de lo que nunca había sido, la mirada destructiva
definía cada uno de sus movimientos, Ali parecía indestructible. Una
vez, hacía mucho tiempo, él había sido un pájaro de plumas espléndidas
quien escribió en el viento un singular tipo de poesía del cuerpo, pero
ahora estaba abajo en la tierra, debido a la cambiante forma de su
cuerpo, como muestra de su propia vulnerabilidad, y a los años de
exceso. Bailar era para el salón de fiesta, la fiera cacería había
empezado. Con la cabeza erguida y desprotegida, Frazier se quedó en la
boca del cañón, y la gran pistola rugió una y otra vez.
Las
piernas de Frazier se arquearon dos o tres veces en aquel primer round,
y en el segundo se inclinó más mientras Alí cargaba sobre él con toda
su crueldad. “Él no te volverá a llamar Clay”, Bundini Brown, el hombre
espíritu, sollozó en alaridos desde la esquina. Para Bundini, la pelea
sería un asunto de quien sintiera miedo primero, pero Frazier no tenía
miedo. En el tercer round Frazier fue zarandeado dos veces, y parecía
que se podía ir en cualquier segundo mientras su cabeza se balanceaba
hacia las luces incandescentes y el sudor fluía por su rostro. Ali
golpeó a Frazier a voluntad, y cuando decidió hacerlo de otra manera
atascó su largo brazo izquierdo en la cara de Frazier. Ali no alargaría
esta pelea como lo había hecho en la segunda. El árbitro, un trabajador
incansable, no iba a tolerar las agarraderas. Si necesaitaba ganar
tiempo, Ali tendría que usar su larga izquierda para desbalancear a
Frazier.
En
el cuarto se vieron señales de cambio. Frazier parecía levantarse del
castigo, sus golpes afilados empezaron a entrar mientras se fajaba y se
acercaba. “¡Mantente duro con él campeón!” Gritaba la esquina de Ali.
Ali todavía tenía al hombre a su merced, y fustigaba su cabeza con
furia. Pero al final del round, detectando un cambio y fastidiado, miró a
Frazier y dijo: “¡Tonto, idiota!”. Ali peleò todo el quinto round en su
esquina. Frazier trabajaba al cuerpo, el golpeteo de sus guantes en los
riñones de Ali sonaba como un estruendo. “Sal de esa condenada
esquina”, gritaba Angelo Dundee, el entrenador de Ali. “Deja de actuar”,
chirrió Herbert Muhammad, agitando las manos y limpiando el agua
mineral nerviosamente de su boca, ¿Sabían ellos lo que se aproximaba?
Vino
el sexto, y había llegado, ese momento especial que siempre buscas
cuando Joe Frazier está boxeando. La mayoría de sus peleas han mostrado
esto: puedes ir lo más lejos que quieras en ese lugar desolado y oscuro
donde late el corazón de Frazier, puedes cercar sus perímetros, puedes
ver su cabeza colgando en la plaza pública, puedes incluso creer que lo
tienes, pero de pronto comprendes que no. Una vez más el patrón emergió
mientras Frazier desataba toda la furia, toda la que ha hecho de él un
brillante peso pesado. Ahora estaba adentro ahora, peleaba sobre el
pecho de Ali, el lugar donde tenía que estar. Su vieja carta de ataque,
esa repentino demonio, su gancho izquierdo, estaba trabajando la cabeza
de Ali. Dos ganchos tuvieron efectos de carnicería sobre la mandíbula de
Ali, causando que Imelda Marcos mirara hacia sus pies, y el Presidente
doblarse como si un puñal hubiese sido clavado en su espalda. Las
piernas de Ali parecían buscar el piso. Estaba en serios aprietos, y
sabía que estaba en tierra de nadie.
Lo
que sea que un día pueda decirse de Muhammad Ali, nunca debe decirse
que no tiene coraje, que no puede asimilar un golpe. Resistió esos
disparos de Frazier, y entonces salió para el séptimo, y le dijo: “Viejo
Joe Frazier, ¿Por qué pensé que estabas acabado?”. Joe replicó,
“Alguien te contó todo equivocado, niño bonito”.
El
asalto de Frazier continuó. Para el fin del décimo round la pelea
estaba empatada. Ali se sentó en su banqueta como un hombre listo para
ser sacado a asolearse. Su cabeza estaba inclinada, y cuando la levantó
sus ojos rodaron desde la agonía del cansancio. “¡Echa el resto,
campeón!” gimió su esquina. “¡Regresa a tus orígenes una vez más!” En el
undécimo, Ali fue atrapado en la esquina de Frazier, y embestida tras
embestida llegaba a su cara fundida, de su boca fluían flecos de baba.
“¡Señor ten piedad!” Exclamó Bundini.
El
mundo mantuvo la respiración. Pero entonces Ali hurgó profundo en lo
que sea que el es, y aun sus críticos más severos tendrían que admitir
que el hombre muchacho se había convertido finalmente en hombre. Empezó a
perseguir a Frazier con derechas largas, y la sangre saltó de la boca
de Frazier. Ahora, la cara de Frazier empezó a perder definición; como
islas perdidas reemergiendo del mar, muchas hematomas aparecieron
repentinamente alrededor de cada ojo, especialmente el izquierdo. Sus
puños parecían perder su fuerza. “Dios mío”, soltó Angelo Dundee.
“Míralo. ¡No tiene poder, campeón!” Ali lanzó las últimas onzas de
resolución que quedaban en su cuerpo en el décimotercero y décimocuarto.
Le sacó el protector bucal a Frazier en el décimotercero y este llegó
hasta la fila de la prensa, y casi lo tumbó con un derechazo en el
centro del cuadrilátero. Frazier ahora ya no estaba al acecho. Estaba
ido, con sus manos abajo, y mientras sonaba la campana del décimocuarto
round, Dunde empujaba a Ali diciendo, “¡Él es todo tuyo!”. Y lo era,
porque Ali lo atacó con nueve derechazos seguidos. Frazier no estaba
captando los golpes, y mientras regresaba a su esquina al terminar el
round el árbitro Filipino lo guió parte del camino.
“Joe”, dijo su manejador Eddie Futch, “Voy a parr esto”.
“No,no,
Eddie, no me puedes hacer esto”. Rogó Frazier, su lengua gruesa apenas
pronunciaba las palabras. Él empezó a levantarse.
“No podías ver en los últimos dos round”, dijo Futch. “¿Qué te hace pensar que vas a ver en el décimoquinto?”
“Le quiero ganar, jefe”, dijo Frazier.
“Siéntate
hijo”, dijo Futch, presionando su mano sobre el hombro de Frazier. “Se
acabó todo. Nadie olvidará lo que hiciste aquí hoy”.
Y
así será, por una vez más Frazier llevó al niño de los dioses al
infierno y lo regresó. Después de la pelea Futch dijo: Ali peleó con
inteligencia. Conservó su energía, ahorrándola cuando debía. Puede
hacerlo debido a su estilo. Era principalmente una pregunta de anatomía,
eso es todo lo que separa a estos dos hombres. Ali es muy grande, y
cuando se agregan esos largos brazos, bien…Joe tiene que presionar
constantemente, y eso tiene su efecto en el cuerpo y el alma de un
hombre. Dundee dijo: “Mi muchacho se dejó de cuentos y echó mano a todo
lo que tenía. Nunca veremos a otro como él”. Ali se tomó un buen tiempo
antes de ser entrevistado por la prensa, y entonces solo pudo decir,
“Estoy cansado de ser el juego completo. Hay que dejar que otros peleen.
Esta podría ser la última pelea de Ali”.
La
mañana siguiente en su suite el habló con tranquilidad. “Oi algo una
vez”, dijo. “Cuando alguien le pregunta a un maratonista que pasa por su
mente en los últimos dos kilómetros, él dice, te preguntas a ti mismo
porque estás haciendo eso. Te cansas tanto. Eso te desgasta mucho
mentalmente. Te hace un poco insano. Pensaba hacia el final. ¿Porqué
estoy haciendo esto? ¿Que hago aquí ante esta bestia de hombre? Es tan
doloroso. Debo estar loco. Siempre saco lo mejor de los hombres con
quien peleo, pero Joe Frazier, lo diré al mundo entero ahora, saca lo
mejor de mí. Te diré que es un gran hombre, y que Dios lo bendiga”.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
No hay comentarios:
Publicar un comentario