Los turcos derriban el
muro
Estambul y Ankara, se abrazan
a la historia y sus manifestantes no ceden, pese a la represión policial
en la plaza Taksim.
La llamada Primavera Árabe
tenía motivaciones distintas a las que podrían tener ahora los turcos, pero en
el fondo ambas persiguen lo mismo: la libertad. En otras palabras, luchar
contra la opresión.
Y el primer ministro turco,
Recep Tayyip Erdogan, parece encarnar una nueva forma de opresión, distinta en
lo político, pero igual de desproporcionada en lo militar a las de los
dictadores árabes Ben Alí en Túnez, Muamar Gadafi en Libia, Hosni Mubarak en
Egipto y Baschar Al Assad en Siria.
Las plazas, esas que son el
corazón de los pueblos, vuelven a ser el escenario de una manifestación masiva
y contundente de cientos de miles de personas que no parecen dispuestas a
prolongar el periodo de los dictadores.
Y Erdogan es quien sigue en
la lista, pese a tener todo a su favor para convertirse en un gran
"reformador", como esperaban los turcos lo fuera.
Los inmejorables resultados
de la economía turca en la última década y su pragmatismo frente a la crisis
árabe le habían generado un halo de liderazgo y reconocimiento entre sectores
políticos y sociales, tantos, que el propio Erdogan se dio licencia para
gobernar a su antojo y hasta proponer cambiar la Constitución para poder
reelegirse hasta 2023.
Ahora, acosado por sus más
inmediatos rivales dentro de su propio partido, paradójicamente llamado de
"la Justicia y el Desarrollo", el primer ministro turco recibe en las
calles de las principales ciudades un golpe contundente a su prestigio, pero
sobre todo a su ego y su arrogancia.
No son los árboles centenarios
que se piensan derribar en la plaza Taksim, para darle paso a un complejo
comercial, los que llevaron a los turcos a levantarse contra el Gobierno.
No. Fueron otros los motivos.
Las restricciones a las libertades individuales y la intromisión del gobierno
en asuntos propios de la intimidad de las familias rompieron el muro de la
tolerancia y dieron paso a la indignación colectiva.
Después fue el propio Erdogan
el que abonó el terreno a una gran revuelta social que ni la fuerza bruta de
sus ejércitos ha podido controlar, por más agua a chorros que sale de los
antimotines y los gases lacrimógenos que expelen sus armas.
Los cuatro muertos que van en
poco más de una semana de refriegas y los cientos de heridos durante los
enfrentamientos con la Fuerza Pública son ya un costo muy alto para el primer
ministro turco.
La comunidad internacional,
de paso, le comienza a cobrar la brutalidad con la que ha querido recuperar la
tranquilidad de los turcos.
Alemania, la voz de mando
dentro de la Unión Europea, a la que aspira ingresar Turquía, ha demandado el
respeto a la protesta de los turcos y clamado por la defensa de los derechos
humanos de los manifestantes.
La velocidad con la que
vienen cambiando los hechos en Estambul y Ankara, con viento a favor de los
miles de ciudadanos que siguen protestando pese a la represión policial, puede
convertirse en el comienzo de una "Primavera turca", así Erdogan
quiera desconocerla.
No podrá desconocer, eso sí,
sus propias palabras cuando las revueltas eran en el vecindario, en Túnez y
Egipto.
Para entonces, Erdogan, el
"reformador", les dijo a los dictadores de turno que "los
gobiernos deben obtener su legitimidad de la voluntad del pueblo. Un líder que
mata a su pueblo, pierde esa legitimidad".
¿La perdió Erdogan?
La respuesta la tienen los
miles de turcos que siguen en las calles, dispuestos a vivir su propia
"primavera".
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