Blog de Víctor José López /Periodista

miércoles, 12 de junio de 2013

El primer ministro Erdogan se juega su futuro político.


     
Los turcos derriban el muro











Estambul y Ankara, se abrazan a la historia y  sus manifestantes  no ceden, pese a la represión policial en la plaza Taksim. 
La llamada Primavera Árabe tenía motivaciones distintas a las que podrían tener ahora los turcos, pero en el fondo ambas persiguen lo mismo: la libertad. En otras palabras, luchar contra la opresión.
 Y el primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, parece encarnar una nueva forma de opresión, distinta en lo político, pero igual de desproporcionada en lo militar a las de los dictadores árabes Ben Alí en Túnez, Muamar Gadafi en Libia, Hosni Mubarak en Egipto y Baschar Al Assad en Siria.

Las plazas, esas que son el corazón de los pueblos, vuelven a ser el escenario de una manifestación masiva y contundente de cientos de miles de personas que no parecen dispuestas a prolongar el periodo de los dictadores.

Y Erdogan es quien sigue en la lista, pese a tener todo a su favor para convertirse en un gran "reformador", como esperaban los turcos lo fuera.

Los inmejorables resultados de la economía turca en la última década y su pragmatismo frente a la crisis árabe le habían generado un halo de liderazgo y reconocimiento entre sectores políticos y sociales, tantos, que el propio Erdogan se dio licencia para gobernar a su antojo y hasta proponer cambiar la Constitución para poder reelegirse hasta 2023.

Ahora, acosado por sus más inmediatos rivales dentro de su propio partido, paradójicamente llamado de "la Justicia y el Desarrollo", el primer ministro turco recibe en las calles de las principales ciudades un golpe contundente a su prestigio, pero sobre todo a su ego y su arrogancia.

No son los árboles centenarios que se piensan derribar en la plaza Taksim, para darle paso a un complejo comercial, los que llevaron a los turcos a levantarse contra el Gobierno.

No. Fueron otros los motivos. Las restricciones a las libertades individuales y la intromisión del gobierno en asuntos propios de la intimidad de las familias rompieron el muro de la tolerancia y dieron paso a la indignación colectiva.

Después fue el propio Erdogan el que abonó el terreno a una gran revuelta social que ni la fuerza bruta de sus ejércitos ha podido controlar, por más agua a chorros que sale de los antimotines y los gases lacrimógenos que expelen sus armas.

Los cuatro muertos que van en poco más de una semana de refriegas y los cientos de heridos durante los enfrentamientos con la Fuerza Pública son ya un costo muy alto para el primer ministro turco.

La comunidad internacional, de paso, le comienza a cobrar la brutalidad con la que ha querido recuperar la tranquilidad de los turcos.

Alemania, la voz de mando dentro de la Unión Europea, a la que aspira ingresar Turquía, ha demandado el respeto a la protesta de los turcos y clamado por la defensa de los derechos humanos de los manifestantes.

La velocidad con la que vienen cambiando los hechos en Estambul y Ankara, con viento a favor de los miles de ciudadanos que siguen protestando pese a la represión policial, puede convertirse en el comienzo de una "Primavera turca", así Erdogan quiera desconocerla.

No podrá desconocer, eso sí, sus propias palabras cuando las revueltas eran en el vecindario, en Túnez y Egipto.

Para entonces, Erdogan, el "reformador", les dijo a los dictadores de turno que "los gobiernos deben obtener su legitimidad de la voluntad del pueblo. Un líder que mata a su pueblo, pierde esa legitimidad".

¿La perdió Erdogan?


La respuesta la tienen los miles de turcos que siguen en las calles, dispuestos a vivir su propia "primavera".

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