El muro simbólico del por algunos desdichados ideólogos llamado
“socialismo del siglo XXl”, mala copia de el del XX, también está
comenzando a ser derribado en Venezuela. Derribado gracias a la altísima
votación obtenida el 14. 04.2013 por la alternativa democrática
representada en Henrique Capriles, nuevo líder de la nación.
Igual que en la Alemania comunista, la oligarquía estatal
venezolana -versión boliburguesa de las “nomenklaturas” de Europa del
Este- busca subterfugios para conservar por lo menos parte de ese poder
que ya comienza a caer en pedazos sobre sus cabezas.
Tanto en la Alemania no democrática de ayer como en la Venezuela
autocrática de hoy, el derrumbe del muro fue el resultado de números
electorales escamoteados al pueblo ciudadano. De la misma manera, la
caída de ambos muros antecede al fin de un sistema geopolítico
internacional. En el caso venezolano pondrá término a ese micro-sistema
que gira en torno al eje La Habana-Caracas del cual solo subsistirán
algunos meteoritos de escasa significación política regional.
El muro alemán fue símbolo de la división de una nación partida en
dos, al igual que Venezuela. Porque mientras Alemania estaba dividida
geográficamente en dos, Venezuela está dividida, no geográfica pero sí
ideológicamente, también en dos. Por esa razón el muro venezolano,
construido durante el periodo del presidente muerto, si bien no era de
cemento, no por eso dejaba de ser un muro.
No a través de las clases sociales, como nos quieren hacer creer
los pregoneros del neo-stalinismo, sino entre los vecinos, en los
barrios, en el trabajo, entre quienes fueron alguna vez amigos, incluso
entre padres e hijos, estaba construido el muro venezolano. Un muro
destinado a dar origen a una “sociedad perfecta” en la cual, como tan
bien muestra “Bárbara”, el excelente filme de Christian Petzold, nadie
confía nada en nadie.
Al igual que el alemán, el muro venezolano tampoco comienza a ser
derribado de un día a otro. Para ser exactos, el muro alemán fue primero
traspasado y después derribado. El día 14. 04. 2013, día en que se
celebraron elecciones cuyos más que dudosos resultados dan una minoría
microscópica a Maduro, la multitud, antes de echar abajo el muro
ideológico, ha comenzado también a traspasarlo. No pocos votos obtenidos
por Capriles -dato importante- provienen del propio chavismo del mismo
modo como en la ex RDA muchos honestos comunistas fueron a engrosar las
filas disidentes, poco antes de la caída del muro.
Maduro hoy, como Honecker ayer, intenta afincarse en una legalidad
construida a la medida del régimen. Ambos confunden, por lo mismo,
legalidad con legitimidad. Pero hay una diferencia. Mientras Honecker
actuaba de acuerdo a la legalidad comunista y por lo mismo su cargo era
legal aunque ilegítimo, Maduro antes de ser derrotado en las elecciones
(derrotado políticamente) era ya, de acuerdo a la propia constitución de
su país, un gobernante ilegal. Usurpador, le dicen en Venezuela. Ahora,
si se hiciera elegir por resultados electorales tan inciertos como los
que dio el CNE, será ilegal e ilegítimo a la vez.
“Mientras tanto”, como dice Capriles, Maduro arrastra consigo el
peso de esa doble ilegitimidad, la de origen, y la adquirida a través
del CNE. Más todavía: aunque si los números que dio el CNE fuesen
ciertos –algo que nadie cree, quizás Maduro tampoco- haber reducido en
diez puntos porcentuales el 14-A la votación obtenida por el difunto el
7-0, no sólo no es una hazaña, ni siquiera es una derrota; es –y eso
cualquier chavista lo sabe – una catástrofe.
Maduro tiene, sin embargo, una gran oportunidad política, y la
historia se la está ofreciendo. La de conducir un muy riguroso y
transparente proceso de revisión electoral y aceptar con dignidad el
resultado final (favorable o no). La otra posibilidad es la de
convertirse en la sombra de sí mismo, atrincherado junto a un grupo de
cada vez menos adictos y, lo que sería una fatalidad, detrás de
bayonetas sobre las cuales, como bien decía Tayllerand, “nadie puede
sentarse”.
Maduro, como Honecker ayer, es un personaje trágico. Ambos fueron
designados y no elegidos; ambos poseían una formación estrictamente
burocrática; ambos crecieron ideológicamente detrás de un muro y, quizás
por esa misma razón, ambos han sido sobrepasados por la historia.
Pero Maduro puede elegir; todavía es tiempo. O se convierte en un
presidente ilegítimo, cada vez más repudiado, o en un líder de un fuerte
partido chavista de oposición, asegurando así su legítima presencia en
el curso de la historia venezolana. Esa oportunidad no la tuvo Honecker.
Maduro la tiene entre sus manos.
En cualquier caso, pase lo que pase, ya hay algo claro: el chavismo no vino para quedarse.
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