© Carlos M. Montenegro
Una
de las definiciones más breves del término deseo es: anhelo por saciar
un gusto. A partir de ahí son infinitos los objetos que pueden ser
susceptibles de querer poseerlos; lo normal es que sean muy costosos, lujosos y
con frecuencia inalcanzables, de la misma forma que pueden ser cosas sencillas
aunque no es lo frecuente. Desde joyas, hasta obras de arte, en el medio cabe
todo lo que ustedes puedan desear fervientemente. Sin embargo hay uno que ha perdurado
desde los más remotos tiempos: la mujer. Sería exceso de presunción tratar de
explicar a la mujer, semejante fenómeno ni escribiendo una enciclopedia, pero
el asunto es tan fascinante, que darse un simple paseo sobre la cuestión atrae.
Querer
definir a la mujer en general, estarán de acuerdo conmigo, sobre todo los
hombres, sería un atrevimiento destinado al fracaso, así que diré simplemente que
es un ser inefable; pero hay aspectos puntuales en los que es posible
aventurarse brevemente, eso sí, y he decidido transitar por el camino apuntado
en el titular de éste escrito.
La
mujer ha sido siempre objeto de deseo, normalmente para los hombres, que se han
plegado a sus encantos a pesar suyo, y si no que se lo pregunten a Adán. Ya la
primera mujer dejó establecido que cuando se empeñan en algo, no le paran bola
ni a Dios, y no es sitio este para discutir si la biblia dice o no dice la
verdad; pero otear someramente un poco la historia de los últimos dos o tres
mil años, en las sociedades que más nos han influido y compartir el asunto con
los amables lectores, puede entretener.
La
primera mirada por la antigua Grecia nos descubre, que como casi siempre ya entonces
lo habían definido y hasta puesto nombre: “heteras” o “Hetairas”, que eran unas
acompañantes muy sofisticadas en los foros; mujeres generalmente atractivas, independientes,
inteligentes y frecuentemente con mucha influencia en los medios políticos.
Gozaban de gran prestigio, y pagaban impuestos; solían ser de procedencia
extranjera y hasta de esclavas listas, eran asimismo notables por sus
conocimientos de música y danza e incluso vestían de forma diferente al resto
de las mujeres que solían cubrirse con telas de algodón o lana para evitar las
miradas de hombres que no fueran sus maridos, las hetairas lucían telas más finas y sugerentes, se peinaban y
maquillaban como las de clase alta. Hay evidencias de que recibían educación,
mientras el resto de las mujeres griegas no; participaban en los simposios y
sus opiniones eran respetadas por los oradores.
Hay
quién las ha tratado como prostitutas, pues por su independencia, belleza y
relaciones con las élites no es difícil que frecuentaran otros tálamos. Sin
duda eran objetos de deseo. Demóstenes había escrito una frase que pudo llevar
a ese error:
“Tenemos a las heteras para el
placer, a las criadas para que se hagan cargo de nuestras necesidades corporales diarias y a las
esposas para que nos traigan hijos legítimos y para que sean fieles guardianes
de nuestros hogares”.
Aquello evolucionó y con el tiempo se
fueron convirtiendo en amantes de reyes, nobles, artistas, militares, políticos
y papas. Todo aquél que pudiera financiar a aquellas bellas, cultas y
deslumbrantes mujeres, podía obtener aquellos formidables objetos de deseo y sus favores, dentro y fuera de sus
sábanas. Las más bellas y hábiles entraron en las cortes de los reyes por la
puerta grande cuando se convirtieron en las “favoritas” de éstos, alternando en
los salones con las esposas, es decir las mismísimas reinas. Era frecuente que
influyeran en la gobernancia del reino y la
corte les rendía pleitesía – de ahí lo de “cortesanas” -- aunque los miembros
de la corte en el fondo las odiaran por envidia. Ser cortesana no era
peyorativo, ser “favorita” era más importante que ser amante y mucho más que prostituta de la corte.
El cenit de las favoritas llegó entre
los siglos XVI y XIX. Las favoritas con frecuencia eran más influyentes que las
propias reinas, que casi siempre lo eran por convenciones políticas entre
naciones, a menudo con grandes diferencias de edad. En Francia se les otorgó el
título de “maitresse en trite” (favorita real) que las elevaba a un rango
oficial. Las soberanas tenían que tolerar la situación, compartiendo los
salones con las favoritas, en igualdad de condiciones y a veces en posiciones
de inferioridad. Las favoritas yacían con el rey y recibían títulos, regalos,
dinero y bienes en forma de magníficos palacios con bosques y tierras, donde el
rey llevaba a su corte para grandes fiestas y cacerías, mientras la reina
quedaba para darle descendencia y poco más, aunque no era infrecuente que a su
vez tuviese su propia vida galante.
La posición de maitresse en trite,
en el siglo XVII y XVIII sería enorme, con frecuencia la biografía de
cualquiera de ellas suele ser más interesante que la del reinado mismo.
Influyeron no solo entre las sábanas de los reyes, sino en las carreras de
quienes las llevaron hasta allí, fueron favorecedoras y musas de innumerables
políticos, pintores, arquitectos escultores, cardenales, escritores, músicos y
poetas. No era raro que las favoritas tuvieran sus romances amorosos a espaldas
del monarca mismo, con hombres jóvenes y atractivos que les daban lo que el rey
no podía.
Es el caso de Marie Duplessis
(Alphonsine Plessis 1824-1847) humilde hija de un granjero; fue modista pero su
extraordinaria belleza ya a los 16 años causaba honda conmoción entre los
varones y fue ascendiendo en la corte de Napoleón III gracias a su inteligencia
y fina sensibilidad. Como era alérgica a las flores solía adornar su escote con
una camelia, ya que no produce olor. Las usaba de diferentes colores que servían
de código para indicar su disponibilidad. Alejandro Dumas hijo, al conocerla cayó
rendido a sus encantos, y en 1848, escribió la novela que le haría pasar a la
historia: “La dama de las camelias”, inmortalizándola como Marguerite Gautier
en 1848. El éxito en teatro fue arrollador y una década después Giuseppe Verdi
la convirtió en la Violeta de su “Traviata”. Años más tarde George Cukor rodó
“Camille” (1936) con la divina Greta Garbo.
Ana Bolena, La Duquesa de Portsmouth,
Madame de Montespan, Ninon de Lenclos, Madame de Pompadour y Madame Du Barry
fueron solamente algunas de las “maitesse en trite” que influyeron,
deslumbraron y escandalizaron a aquellas sociedades pudorosas y mojigatas.
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