La llegada de la edición digital y de los dispositivos de lectura han cortado de un tajo el nudo gordiano de la distribución
JUAN GÓMEZ-JURADO
En tiempos de Cervantes, la parte editorial de la profesión de escritor era poco amigable para el creador. Este se limitaba a cederle sus textos al impresor, que cobraba la parte del león de la venta del libro. Era necesario que el autor buscase el patrocinio de algún noble a quien dedicar la obra, que le soltase una buena bolsa de escudos. No es de extrañar que Cervantes muriese en la indigencia, mientras copias del Quijote se imprimían por todas partes y se traducían a otras lenguas. Durante los siglos XVIII y XIX se establecieron normas que evitaron esas injusticias, cristalizándose el modelo editorial presente. El escritor sangraba sobre el papel, y al terminar mostraba el fruto de su trabajo a un editor, confiando en el juicio de este y en su olfato comercial. Si recibía una negativa, debía volver a empezar, confiando en tener más fortuna con el siguiente. Así ha sido el caso de incontables autores. Algunos, como el caso de JK Rowling, vieron cómo el manuscrito en el que nadie creía se convertía en la saga de Harry Potter, la más millonaria de todos los tiempos. Otros como John Kenneddy Toole, abandonaron. Toole llegó a suicidarse, harto del rechazo editorial, y nunca supo que «La conjura de los necios» sería un referente de la literatura americana del siglo XX. Descorazona pensar en cuantos Tooles y cuan pocas Rowlings ha habido. Pero para el autor no quedaba otro camino que inclinarse ante los guardianes de las esencias, buena parte de los cuales se han dedicado en los tiempos modernos a buscar la siguiente moda. No había otro modo.
Hace más de una década que la autopublicación es una opción accesible. Pero el mundo editorial, la prensa e incluso los propios lectores han considerado tradicionalmente al escritor autopublicado como un vanidoso que solo quería ver su nombre en la portada de un libro. Como señala John B. Thompson en su libro «Merchants of Culture», las empresas de autoedición «monetizan la pila de la basura, con el ego como combustible». El problema era que esos libros impresos —cobrados al autor por adelantado a precio de oro— tienen muy difícil distribución y nula visibilidad.
La llegada del libro electrónico y la proliferación de dispositivos de lectura han cortado de un tajo el nudo gordiano de la distribución. Y amenazan con cambiar por completo un ecosistema inalterado durante siglos.
En marzo de 2010, Amanda Hocking (Minessotta, 1984) se hartó de recibir cartas de rechazo de editoriales. Pero en lugar de encerrarse en el garaje con un extremo de la manguera enchufado al tubo de escape y el otro metido a través de la ventanilla del conductor, como Kenneddy Toole, ella publicó sus tres primeros libros en Amazon. En mayo había vendido unos pocos cientos, en julio ya eran varios miles. Entre medias hubo muchísimas horas invertidas en «promocionar mis libros agresivamente en twitter y facebook, buscando fans del género sobrenatural. Cada hora que no estaba trabajando o escribiendo la dedicaba a esto. Apenas dormía». A finales de 2010, Amanda había vendido más de 150.000 copias de sus libros. Alcanzaría el millón a principios de este año, saltando su historia al New York Times y el USA Today. Inmediatamente las editoriales intentaron hacerse con los derechos de esas y futuras novelas. Pero lo hicieron con un cierto desasosiego. Ante ellos había una estrella que ellos no habían creado.
Y detrás de Amanda Hocking hubo otros. John Locke, otro autor independiente con una larga lista de rechazos a sus espaldas, consiguió vender 1 millón de libros en 5 meses. Las editoriales se volvieron hacia él, y Locke dijo: «No, gracias, estoy bien así».
Aquí empezaron a levantarse cejas en señal de alarma. Porque Amazon ofrece a los autores que publican con ellos el 70% del precio del libro, pagado por transferencia en su cuenta todos los meses, en lugar del 10% tradicional liquidado una vez al año. Y de pronto autores de éxito en la edición tradicional comoBarry Eisler o Scott Sigler empezaron a pasarse a la autopublicación. Eisler llegó a rechazar un anticipo de medio millón de dólares para llevar él mismo su propio negocio. «Estoy harto de que el editor se canse de promocionar mi libro a las tres semanas para promocionar el siguiente autor de su lista. Nunca más», afirma Eisler.
La autopublicación digital no es la panacea. De hecho los retos a los que se enfrentan los que emprenden ese camino son muy similares a los tradicionales. Conseguir lectores, atención mediática, la amenaza de la piratería. Todo pasa por Internet. En España Eloy Moreno o Bruno Nievas se han convertido en nuestros primeros casos de éxito, pero la pregunta que se hacen en voz baja los ejecutivos del mundo editorial es lo que ocurrirá si más autores «tradicionales» se embarcan hacia las Indias. Esas que en tiempos de Colón decían que estaban demasiado lejos.
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