La pasión y la razón, en veinticinco siglos de civilización occidental, podrían representarse, reduciendo al mínimo los candidatos, a dos personajes que encarnan paradigmáticamente esas condiciones: Sócrates y Jesucristo. El griego nació en la capital del imperio del pensamiento, en su época de oro. Jesús, 470 años después, en un pueblito en el desván del imperio romano. Muertos en similares circunstancias, ambos pagaron con sus vidas el atrevimiento de adelantarse a sus tiempos.
En el caso del filósofo griego, su mayor delito fue pretender enseñar a la gente a pensar, una falta grave en una sociedad empeñada en obedecer y un craso error cuando se habla de inteligencia con gente que no cree en ella. La norma era aceptar el statu quo gubernamental, acatar. La sociedad ateniense estaba adelantada a su zeitgeist y retrasada con respecto a Sócrates. En el caso del Nazareno, tratar de enseñar a perdonar, ocasionó que a él no lo perdonaran.
Y si no fuera porque sus muertes fueron asesinatos ejecutados por la intolerancia de turno, no los recordaríamos. Si Cristo hubiera aceptado pacíficamente ante sus verdugos que se había equivocado, que su reino no es de este mundo ni de ningún otro, que los milagros son pamplinas que se inventa la fanaticada, que hay que odiar al enemigo y que todo es del César, no habría dividido a la civilización occidental en un antes y después de sus 33 años.
Sócrates y Cristo nunca escribieron nada. Sus reflexiones nos la contaron sus seguidores. Ambos hubieran podido salvarse si así lo hubieran deseado pero prefirieron lavarse las manos con el agua de la eternidad. La pasión y la razón han estado muchas veces en aceras diferentes. Se intercambian las corrientes y cuando la audacia se apacigua y se convierte en calma, la razón intenta -siglo tras siglo- someterla a su disposición y por ahí, por cualquier brecha olvidada, emerge mas fuerte despertando la semilla de la poesía hasta el nuevo amanecer.
Twitter @Henriquelazo
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