Los costos de disputarse, por separado, la mitad del electorado
Por Natalio Botana |
LA NACION Buenos Aires
No es cuestión de llorar sobre la leche derramada. Aún así, frente a la victoria oficialista que se avecina, impacta el desconcierto de las oposiciones para aprovechar oportunidades cuando la posibilidad de pactar coaliciones, aptas para gobernar y despertar la confianza del electorado, estaba a la vuelta de la esquina.
Hay dos fechas clave para entender este intríngulis. La primera en 2007, en la provincia de Santa Fe, en ocasión del triunfo de una coalición de gobierno con un eje conformado por el socialismo y el radicalismo. Un triángulo sobre una estrategia inteligente: en el vértice un gobernador, Hermes Binner, que traía la virtud combinada de la honradez y la experiencia; en la base, dos intendencias, una socialista en Rosario, otra radical en Santa Fe, apoyadas ambas por un conjunto abundante de intendencias menores mayoritariamente radicales.
En contra de los malos augurios, la coalición sobrellevó la poderosa oposición del justicialismo. Siempre adherí a esa propuesta reformista que tuvo alcance nacional cuando, en las elecciones intermedias de 2009 -segunda fecha importante-, se sumó a este empeño, junto con otros partidos, la novedad de consolidarlo mediante el Acuerdo Cívico y Social. Esto ocurrió hace apenas dos años; hoy parecen episodios lejanos al contemplar tanta pasión inútil para destruir aquello que, después de la frustración que aparejó la Alianza de la UCR y el Frepaso, se insinuaba como un esfuerzo digno de superar aquel trance.
Lo que pasó es conocido: la carrera, más bien una fuga, hacia el pago chico de cada uno de los partidos; un desdén para sacar el máximo rendimiento a las primarias abiertas, a sabiendas de que el oficialismo había fraguado esa ley en su beneficio; un deslizamiento hacia segmentos pertenecientes a la centroderecha bajo el supuesto de que los votos que Francisco de Narváez había obtenido en 2009 eran un capital fijo, definitivamente adquirido, transferible de manera automática de un lado a otro. Conclusión provisional sobre los datos del 14 de agosto: Ricardo Alfonsín procurando retener un electorado que se disloca ante el salto hacia la derecha; Hermes Binner incorporando el apoyo de agrupaciones personalistas muy diferentes, más allá de los objetivos comunes, a su partido, y Elisa Carrió reducida a una mínima expresión.
Los candidatos envueltos en este enredo tendrán sus motivos para explicar lo que pasó, pero si de los motivos pasamos a ocuparnos de los resultados de la acción, el panorama está a la vista: una diáspora condimentada por debates que, en lugar de confrontar al oficialismo, tienen por objeto los despojos de un espacio que abarca la mitad del electorado (aunque acaso, lo sabremos dentro de tres días, podría ser todavía menor).
Así han quedado los sujetos integrantes de aquella promesa de 2007-2009. Consideraciones semejantes valen para la centroderecha. Eduardo Duhalde ha definido al peronismo federal -columna aparente de un programa conservador popular- como una "bolsa de gatos". A confesión de parte... Por otro lado, el desarreglo se acrecienta no sólo porque los peronistas díscolos de 2009 emprenden un nuevo peregrinaje en busca del calor oficial sino porque Mauricio Macri, entronizado para su segundo mandato porteño por una fuerte mayoría, desistió de participar en la carrera presidencial.
El cálculo de reservarse para el día después despojó a la centroderecha de su líder más popular. Al mismo tiempo, abre ante esas expectativas el campo incierto de una tradición que, desde 1916 en adelante, no fue propicia para apuntalar la victoria de la centroderecha en elecciones transparentes. Ejercieron la presidencia por vía indirecta y últimamente a través del transformismo peronista encarnado en la figura arquetípica de Carlos Menem.
Estos cambios de posición han sido vertiginosos. No lo han sido tanto para el electorado, mucho más calmo sino indiferente. En verdad, los electorados resisten a dejarse tragar por el vacío. Ese lugar lo ha colmado el oficialismo reeleccionista que ha ejecutado el instrumento del poder con maestría y sin restricciones, combinando la fortuna de una bonanza derivada de factores exógenos con la reivindicación de principios progresistas. Los abusos, la omnipresente propaganda oficial, el patoterismo, la corrupción que emana de los establos de ese poder atrincherado en el Poder Ejecutivo Nacional, no importan por el momento demasiado de cara a las políticas distribucionistas y de incentivación del consumo.
La disciplina compacta del Gobierno y el combate por unos votos que no afectan su caudal propio: estos contrastes podrían llevar a los espíritus agoreros a bajar la persiana (de hecho, muchos actores en el empresariado han desensillado con premura). Estos bajones son poco congruentes con la ética democrática de poner el cuerpo y obrar en consecuencia. Con estos propósitos hay desplazamientos en los dos campos opositores. En el vector de la centroizquierda, por ejemplo, se especula en torno a una progresiva desaparición del radicalismo y a las chances que, correlativamente, tendría un nuevo proyecto progresista.
Los sepultureros del radicalismo abundan desde 1930. A cada vuelta de las sucesivas crisis que han conmovido a ese antiguo partido, se proclama su extinción. No hay tal cosa. Los que sí han caído en tirabuzón son los votos en la Capital Federal y en la provincia de Buenos Aires, dos distritos históricamente claves para la UCR. El partido, primera minoría en el Congreso, controla seiscientos municipios, un esqueleto bastante sólido, y se juega el domingo a recuperar el gobierno en alguna provincia. A vuelo rasante parece insuficiente. No lo es, en cambio, si esta estructura se contrapone a las indigentes organizaciones del resto de los partidos -exceptuando obviamente al justicialismo oficialista- en todo el país.
Si se desea una coalición para gobernar en los próximos años con un programa y apoyo parlamentario, el concurso radical es indispensable. Si, al contrario, se quiere poner en marcha una estrategia de larga duración al estilo del Frente Amplio uruguayo, otros son los requisitos; entre ellos (lección de la república hermana), el de cultivar un estilo para mantener viva, durante muchos años, una disciplina y una voluntad de organización nacional. Por el momento, dichas intenciones están en pañales como efecto del fracaso de lo que pudo haber sido y no fue. Se verá. Mientras tanto, en la coalición que todavía gobierna Santa Fe, sin el sustento legislativo mayoritario que ahora pertenece al partido justicialista, la confianza interpartidaria ha quedado deshilachada.
Menudo problema, apenas amortiguado por la apuesta de que se mantengan las posiciones adquiridas en el Congreso y de que se recupere el espíritu asociativo para forjar coaliciones desde el llano. Será una tarea constructiva extremadamente difícil después de haber tirado por la borda tantas líneas de acción.
Una última reflexión. Salvo en lo que atañe al respeto de las reglas constitucionales y a los acuerdos sobre algunas políticas de Estado, los consensos que quieren abarcar todo el espectro de la política no tienen sentido en una democracia. Sin embargo, tampoco tiene destino sembrar el terreno con facciones que se reproducen sin cesar. Si lo primero es desaconsejable por su carácter utópico, lo segundo es signo de nuestro escuálido aprendizaje para programar, transar entre posibles asociados y luego ejercer responsablemente el poder.
Estas carencias disparan sus incógnitas en circunstancias en las cuales la ola mayoritaria podría contribuir a respaldar las instituciones o, hipótesis peor, a que el poder adopte formas hegemónicas con aristas más duras.
© La Nacion.
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