Mientras Hugo Chávez lleva 13 años mentandole la madre al presidente de los Estados Unidos, y preparándose para una invasión imperialista que todo el mundo sabe que es una fantasía,presidentes Juan Manuel Santos y Barack Obama se reunen y logran acuerdos. Obama habló con franqueza: primero iba a presentar el TLC de Corea para medir el clima político y abrirle así el camino al de Colombia.
Era la primera reunión del presidente Juan Manuel Santos con su colega estadounidense, Barack Obama. Y parecía inevitable abordar el tema que había ocupado la agenda entre los dos países desde 2006: la presentación al Congreso de Estados Unidos del TLC.
Era el 24 de septiembre de 2010. Santos llevaba un mes y medio en el poder, y Obama habló con franqueza: su estrategia, dijo, era presentar primero el TLC con Corea para medir el clima político y evaluar qué tan tortuoso podría ser el camino para aprobar el de Colombia. Para el recién nombrado embajador Gabriel Silva el mensaje era claro: olvídense, por ahora, del TLC. No era factible que el Congreso estadounidense agotara su capital con la votación de Corea y meses después volviera a jugarse con el de Colombia. El libre comercio es un tema explosivo y sensible en Estados Unidos, y era poco probable que los congresistas aceptaran dos TLC.
La incertidumbre creció en diciembre cuando el portavoz de la Casa Blanca comentó que, en su opinión, su gobierno no contaba con los votos para aprobar el tratado. El acuerdo quedaba relegado al cuarto de San Alejo de tratados inconclusos, y Obama le dio un puntillazo final en su discurso sobre el Estado de la Unión del 15 de enero: le pidió al Congreso aprobar el de Corea mientras "buscaba acuerdos con Colombia". Esa era una especie de sin salida para el recién llegado gobierno Santos.
La estrategia colombiana cambió. En lugar de dar la impresión de que suplicaba la aprobación del TLC, y de que este era indispensable y urgente, asumió una actitud despectiva. En reiteradas declaraciones, el embajador Silva dijo que si a finales de 2011 se mantenía el statu quo, su gobierno no insistiría más. El ultimátum causó escozor en Colombia, pero en Washington fue interpretado como una señal de que Colombia estaba a punto de tirar la toalla.
Sin embargo, el giro retórico no era suficiente. Había que persuadir a la escéptica administración Obama de que había una nueva Colombia, que Santos tenía una agenda progresista en temas laborales y de los derechos humanos que tanto resquemor generaban en la bancada demócrata. En febrero, la embajada en Washington programó una visita de una delegación de técnicos norteamericanos a Bogotá. Su misión: palpar sobre el terreno la sinceridad del discurso oficial pro derechos humanos y sindicales. En tres jornadas estos funcionarios escarbaron y preguntaron sobre lo bueno, lo malo y lo feo. De regreso a Washington recomendaron a sus superiores -el jefe de gabinete de la Casa Blanca, Bill Daley, y el asesor presidencial Michael Froman- que las condiciones estaban dadas para entablar conversaciones con Colombia. Allí nació el plan de acción para asuntos laborales que anunciarían los dos presidentes el 7 de abril.
Sin el efectivo y oportuno cumplimiento del Plan de Acción, la prueba que necesitaba la Casa Blanca para justificar su apoyo al TLC, hubiera sido imposible lograr los votos en el Congreso a favor del tratado.
Pero todo ese esfuerzo habría sido nulo si el TLC con Corea se hubiera presentado en febrero o marzo como llegó a anunciar la administración Obama. Si el acuerdo de Corea arrancaba el trámite legislativo, y Colombia se rezagaba mientras ponia en práctica el plan de acción, el país corría el peligro de quedarse sin el pan y sin el queso. Y para los coreanos era un riesgo esperar que se resolvieran los asuntos colombianos. Al fin y al cabo, el TLC de ellos tenía el apoyo de algunos sindicatos y su impacto económico es diez veces el de Colombia. El poderoso lobby coreano presionaba a las empresas norteamericanas para que apoyaran la opción solitaria; publicó decenas de avisos, llamó insistentemente a sus congresistas aliados y hasta al conmutador de la Casa Blanca.
Colombia buscó nuevos aliados en ambos partidos para equilibrar el embate coreano. Por un lado, los republicanos, que habían retomado la mayoría en la Cámara, temían que el camino promovido por Corea afectara al de Colombia, que había sido negociado por la administración de George W. Bush. Los demócratas amigos del TLC, encabezados por Steny Hoyer en la Cámara y el senador Max Baucus, presidente del Comité de Finanzas, llegaron a la misma conclusión. Con visitas de Baucus a Cartagena en febrero y de congresistas claves -republicanos y demócratas- en abril a Bogotá, la alianza quedó sellada: Colombia y Corea se volvieron inseparables. Se tramitarían al mismo tiempo.
En la tercera semana de septiembre, el embajador de Corea en Washington llamó a sus similares de Colombia y Panamá, el tercer país con TLC congelado, que estaba al vaivén de lo que pasaba con los otros dos. Al calor de un té, el embajador, en un acto de realismo político les propuso coordinar esfuerzos para sacar adelante los acuerdos. La estrategia colombiana de hablar con franqueza, de demostrar resultados sobre el terreno y pegarse a los coreanos desenredó el nudo gordiano que se había convertido el TLC.
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