Los bolivianos Jhasmany Campos y Roland Garcia supieron cómo inutilizar a Messi... Una gran lección
CRISTIAN GROSSO
La Nación/BUENOS AIRES
LA PLATA.- No apareció el arco iris. O, al menos, se desvaneció tan rápido como un parpadeo. Aunque los primeros rayos de sol se vieron cuando aún llovía sobre el seleccionado argentino, en esa transición que supuso el traumático cambio de mando entre Maradona y Batista, lo que parecía natural, cantado, nunca sucedió. De la ilusión del amarillo, rojo, azul, verde y violeta sólo se vio la desazón de un gris empate. Nada fluyó de aquello que se suponía una marca indeleble. Ni el juego al toque de primera y control, anhelado y lejano émulo de Barcelona, ni la comunión con un marco que se preparó para la fiesta en casa y que, en principio, se llevó un buen chasco.
Aunque la mente refleje rápido las imágenes del final, el minucioso repaso encontrará más gestos de pesadumbre que alivio por la arremetida. Cuadro por cuadro. El desahogo con el empate de Agüero no cubrió de ninguna manera todo lo anterior. Apenas matizó con una mínima sutileza lo que hubiera sido un golpe al mentón. Pero que no se dude: en una noche bajo cero, no alcanzó el manto con el que intentó cubrirse el seleccionado. Ni cerca estuvo.
Doble desencanto supuso el debut celeste y blanco ante el vulnerable -en los papeles- Bolivia. Por un desenvolvimiento propio demasiado inferior al esperado. Y por un adversario mucho más robusto de lo que se suponía, al menos en los conceptos defensivos y en las persecuciones individuales. La función en La Plata se tomó como un avant-premiere hacia los mejores rollos de la Copa América, con ropa de gala y butacas desbordadas, y el transcurrir de las escenas entregó desazón y momentos de impaciencia. Ya en el primer tiempo, nomás, el oído no falló: "Que esta noche, cueste lo que cueste...". El cántico devolvió un bis.
Se supuso un debut con la expectativa al máximo, un partido cinco estrellas. La Argentina, con todos las figuras, y en casa. El primer paso que buscó una victoria holgada, un aval, una garantía de confianza para lo que vendrá. En el epílogo, la efervescencia se activó como un resorte y rebotó en la propia cara del anfitrión. Redundó en impaciencia propia, en el fastidio de Messi, en los gestos de Tevez y en los insultos de Lavezzi, y también en la del público, con silencios y murmullos.
¿Dónde quedó el circuito que valió la jactancia? Jamás se supo. Falló el libreto, la conexión. El toque como vehículo se quedó a mitad de camino. Nada de pases cortos y poco de circulación. Messi anduvo por todos lados y por ninguno. Zanetti casi no pasó al ataque. Y Tevez, como wing izquierdo, se volvió una madeja de barullo. El juego aéreo tampoco estuvo sincronizado. Fueron casos, fieles ejemplos, de que ante la máxima presión también aparecieron gestos un tanto alocados.
Todo aquello que debió ser emotivo, sentimental y fulgurante no generó siquiera un mínimo chisporroteo en el escenario que la Argentina pareció prepararse para sí mismo en "su" Copa América. Es más, se agravó en la segunda parte y cada uno de los mecanismos pareció fuera de foco, en una alarmante nebulosa frente al próximo paso, Colombia, el adversario con más potencial. Porque el equipo hizo todo al revés de aquello que había insinuado en su preparación. Porque la fuerza colectiva se perdió en la obstinación individual. Porque el contexto, de a ratos, provocó parálisis. Porque pudo haber ganado, pero también perdido. Porque la sensación de angustia se corporizó mucho antes de lo imaginado.
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