Blog de Víctor José López /Periodista

jueves, 6 de mayo de 2010

EL TÉ CON LUDOVICA



ÁNGELES MASTRETTA

Nos abre la puerta una figura joven y linda. Es la de una peruana que habla el italiano con suavidad, pero que nos recibe con el canto de un “buenas tardes”, en español. Se nota que está feliz de hablarlo. Tiene veintinueve años y hace nueve que trabaja en la casa de María Ludovica. Nos acompaña a entrar en un pequeño elevador que sube despacio hasta la mirada resplandeciente de una vieja entusiasta como niña. Nos abrazamos. Cabe en nuestro encuentro medio siglo de recuerdos. Ella tiene ochenta y siete años y fue la novia de nuestro padre durante los años de la segunda guerra mundial. Entonces debió ser preciosa, pero, sobre todo, ferviente, como lo sigue siendo. Su casa es la misma desde hace sesenta años en que se casó con un médico pediatra, con el que tuvo un hijo y dos hijas. Pero ya me adelanté. Vuelvo a mirarla por primera vez. Tiene el pelo escaso y puede verse que lo peinó con cuidado. Tiene pliegues en la boca pintada de un color claro y se ha puesto un saco azul y los aretes de perlas, como el collar. Su casa tiene un orden parecido al de casa de mi madre. Las ventanas dan a los árboles de un parque húmedo. Ha llovido toda la tarde en Milán. La estancia tiene sobre la mesa una colección de cajitas y un florero con tulipanes amarillos. En el comedor está puesta la mesa para tomar el té. Mi hermana y yo nos sentamos una a cada lado de ella que así nos lo pide. Nos miró como si algo reconociera. “Tienen la mirada del padre”, le dijo a la muchacha peruana que parecía conocernos de muchas conversaciones. Ludovica tiene los ojos azules, vidriosos. Y una voz ronca, algo extenuada, en la que apoya su constante voluntad de esgrimir una sonrisa: “El sábado me desmayé siete veces. Tuve una subida de presión. Me llevaron a la cama y desde ahí, cada vez que volvía en mí le decía a mi hija Paula: “cuidado que el miércoles viene Ángeles y no puedo estar mala”. Su hija Paula entró dueña de una voz sonriente como la de su madre. Es alta y nos besa como si de años fuéramos parientes. Presentirse es saber desde hace muchos años uno existe en el ánimo de quien no nos conoce. Tomamos té en unas tazas de porcelana blanca, casi transparente, colocadas con esmero sobre un mantel bordado a mano. “Fue parte de mi dote”, me dijo cuando lo elogié. “¿Entiendes, dote?” “Claro”, digo, “es precioso”. “¿Tú lo bordaste” “No. Mi madre y mi abuela”, dice orgullosa. Ludovica tiene ochenta y ocho años y su madre bordó ese mantel cuando tenía la edad que yo tengo ahora, hace sesenta años. La ingrata sobrevivencia de las cosas. El mantel está nuevo como si apenas ayer acabara de abandonar las manos que lo hicieron. Comemos castañas en azúcar y galletas. ¿Qué hubiera dicho mi padre? Ella ha puesto la casa como si nuestros ojos pudieran decírselo. Y este orden es tan parecido a la perfección que ponía mi mamá en la suya. Hay un mueble de marquetería sobre el que pende una pintura del siglo diecinueve. “Pero el mueble es auténtico del mil seiscientos,” dice.

¿Mil seiscientos? Eso es el siglo diecisiete. ¿No vengo yo a encontrarme con la primera mitad del veinte? ¿No basta con el remoto 1939? Ludovica. Por un resquicio de sus ojos aparece la memoria de un hombre que marcó su primera juventud. “Yo iba subiendo la escalera y él la iba bajando. Me ha mirado de un modo tal, que tiré todos los libros que llevaba en el brazo al volver de la escuela. Cómo eran los ojos de il vostro padre. Yo tenía diecisiete años y el veintiocho. Viejísimo para mí. Pero cómo me miró entonces. Me puse roja encendida. Y no supe qué hacer con los libros en el suelo y él riendo conmigo”. “De repente se ponía triste y pensaba en su país. Tenía un trabajo por el que le pagaban poco. Pero cuánto le gustaba escribir en la única revista de autos y motores de toda la Italia. Escribía todo el tiempo”. “Toma una gota más de té”, me ordena. “Y otra castaña”.

Punto y aparte: Sigo mañana.

Punto final: No se me olvida que no he contando Lanzarote, pero es que aún no lo dejo mientras esto vivo.

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