Blog de Víctor José López /Periodista

miércoles, 17 de marzo de 2010

Don de sobrevivencia

17 Mar 2010

Don de sobrevivencia 


 Ángeles Mastretta el 17 Mar 2010 

Tenía en los brazos las alas de una golondrina y toda ella, desde los pies infalibles hasta los ojos tristes, estaba tocada por la gracia de una diosa antigua. No la olvido con el paso del tiempo, al contrario. El recuerdo de su afán guerrero, engarzado en un cuerpo con el que bailaba como quien dice una oración, a veces me toma un amanecer y me llena de preguntas el día, como si apenas acabaran de avisarme que decidió no vivir más. Era muy joven y si un defecto tuvo fue el de no haberse esperado a envejecer para mirar los desfalcos de la vida con ironía, el de no quedarse a desear sin más, que el tiempo la pusiera en el brete, le concediera el sosiego, de traicionar las pasiones y tristezas que la herían entonces. No se lo dije cuando debí, porque yo misma no había entendido que sólo se trata de eso, de sobrevivir con regocijo al desvarío en que a veces nos colocan las pasiones que consideramos más irrevocables. Tal vez por esto, la pena sin tamiz con que la pienso, está tocada por la culpa. No supe convencerla a tiempo de que el mundo, por insoportable que parezca un día, recobra al siguiente, quién sabe ni cómo, hasta el úlltimo de sus encantos.

Cada quien encuentra sus ensalmos para arraigar en sí mismo el empeño de seguir con la vida, yo aún tengo uno en la evocación de Cinthia. Viéndola bailar, a solas, sin siquiera imaginarse observada, una tarde de abril entre las altas paredes del salón que albergaba sus clases, entendí que su índole estaba cruzada por la fiebre de quienes viven el arte como una religión. No era lo excepcional la fuerza de sus piernas, sino el delirio con que sus brazos rompían el aire y el espíritu iluminado que le tomaba el gesto haciéndola parecer un sortilegio. Cualquiera que la hubiese visto esa tarde, estaría dispuesto a afirmar que la vida vale la pena y tendrá dichas, mientras haya en el mundo seres capaces de producir tal magia. Creo ahora que todo lo que a ella le hubiera hecho falta, era poder mirarse en un espejo como quien mira el horizonte. Un espejo que debió decirle entonces, lo que dicen las hadas cuando prometen el futuro como ese inexorable territorio donde cabe todo lo que aún no hemos podido tocar.

Hay que oír a esas hadas para negarse al presente como una verdad sin remedio. Hay que mirar nuestro mundo en un espejo, para reconocerlo como el único y mejor horizonte que tenemos, como el territorio en que otros han conseguido el arte de la sobrevivencia, muchas veces antes de que nosotros nos dejáramos entrar a la retahíla de pesares y ansiedad que nos han tomado por su cuenta en los últimos tiempos. No tenemos derecho al suicidio, porque no importan sólo nuestras desgracias de ahora, sino el esfuerzo enorme que otros hicieron por sortear tragedias mayores y el empeño de futuro al que estamos comprometidos con ellos y con las mil imágenes elocuentes que ha puesto en el espejo de las hadas este lugar al cual, para nuestra fortuna, nos ha tocado darle vida por un instante de su larga, compleja y milagrosa existencia.

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