Rodolfo Izaguirre, Mary Ferrero, Adriano González León y Caupolicán Ovalles, miembros del Techo de la Ballena

Éramos unos poetas muertos de hambre que andábamos de taguara en taguara, de esas con aserrín en el piso para controlar el chapoteo de la derramada cerveza de barríl, echándonos los tragos y jugando con los cadáveres exquisitos del surrealismo francés, es decir, escribiendo una frase cada uno para luego leerlas siguiendo el orden en el que se recibían. Generalmente, el resultado era siempre un poema alucinado. Era también una manera de exorcizar la pesada y mediocre tiranía perezjimenista.

Todos cumplíamos durante el día una actividad política vinculada a la resistencia contra la dictadura militar. Cada uno mantenía en secreto lo que hacía en política, pero en la noche el grupo se reunía en el bar para hablar o discutir sobre literatura, comentar el libro que se está leyendo y sentirse uno poeta o escritor de alto vuelo a medida que avanzaban los tragos. Era una manera de exorcizar la intolerancia militar.

Me refiero al grupo que apareció en el panorama literario del país en 1955. En su origen, dos años antes, se encontraron en el liceo Fermín Toro Adriano González León, Luis García Morales, Elisa Lerner y Rodolfo Izaguirre, quienes más tarde con Salvador Garmendia, Guillermo Sucre, Perán Erminy y otros crearon a Sardio, renovador de la literatura venezolana. Sin percatarnos, estábamos entrando en la historia literaria, Adriano escribió País Portátil; Ramón Palomares, El Reino; Garmendia, Los pequeños seres; y yo la novela Alacranes. Sin darnos cuenta, comenzó la aventura de Sardio y de la revista del mismo nombre que discurrirá por la floresta cultural venezolana hasta que la Revolución cubana apareció en el panorama venezolano y mundial y nació con ella El Techo de la Ballena, un tardío dadaísmo irreverente en medio de unas guerrillas de inspiración cubana.

Una próspera dama caraqueña, no recuerdo su nombre, quiso conocernos, quiero decir, conocer a Adriano, a Salvador, a García Morales, a Rodolfo, porque nuestra echonería nos consideraba ya como escritores o intelectuales de importancia y nos invitó una tarde navideña a su casa. Una soberbia mansión en una de las colinas de la ciudad. Fuimos recibidos con mucha atención y extrema cortesía, pero nos sentíamos cohibidos porque no estábamos acostumbrados a frecuentar la alta clase y saludamos con torpeza a la riquísima anfitriona. Después de las presentaciones de rigor y de haber tocado algunos temas generales nos condujo al espléndido jardín donde estaba preparada una mesa con numerosas exquisiteces: jamón serrano, salmón ahumado,vinos de marca y quesos franceses, paté de foie, múltiples y sorprendentes manifestaciones de la charcutería gala, deliciosas tartaletas de ajoporro, lonjas de pavo y diferentes salsas en vajilla de Sevres, aceitunas griegas, almendras, pan de comino o de avena, torta negra de Navidad y de chocolate con crema de parchita, mermeladas, higos secos y albaricoques… la pureza del mantel, servilletas de fina tela y la elegancia de los candelabros de plata como único adorno.

No era cuestión de regocijar al alma puesto que nos alimentábamos de Rimbaud, Hemingway, Faulkner y Baudelaire. Cézanne, Picasso y Paul Klee se desbordaban en nosotros. Poca música, es verdad, y mucha pintura y literatura porque solo Salvador Garmendia y quien esto escribe sabían quién era Luciano Berio y conocíamos el Wozzeck de Alban Berg. Se trataba de dar caricia al cuerpo hambriento y frente a nosotros se abrían las puertas de los avances de la mejor gastronomía francesa.

Nunca habíamos topado con semejante degustación y nos abalanzamos hacia la mesa con la misma voracidad que habría aturdido al judío Fagin y a los desarrapados niños londinense de Charles Dickens.

La noche se nos caía encima y se iluminaron de pronto los espacios de la terraza y se encendieron las velas de los candelabros, pero el jardín continuó abrumándose en su propia fragancia y seguíamos asaltando aquella mesa con salvaje avidez cuando apareció la elegante anfitriona y con dulce y envolvente voz dijo: «¡Pero no se embasuren que ahora vienen las hallacas!».

Adriano se volteó hacia mí y con el trozo de pan cubierto con el paté de foie en una mano y en la otra la fina copa de Pinot blanc, mirando la mesa de los ofrecimientos susurró: «¡Rodolfo, esta señora debe estar mal de la cabeza, la basura son las hallacas!».