Thays Peñalver

Thays Peñalver merece mi mayor respeto por su acerada conciencia política capaz de adelantarse y vislumbrar lo que hay de trágico y glorioso en la vida política venezolana. No solo avizora sino que para nuestro propio beneficio ha dejado escrito en libros como La conspiración de los doce golpes con prólogo de Plinio Apuleyo Mendoza, uno de los libros más editados, las exigencias de su pensamiento crítico pero abierto a nuevas perspectivas, ferozmente lúcido y siempre alerta. Una escritura que asoma a la mujer política, a la universitaria afirmada en el conocimiento de las leyes, pero también a la escritora que maneja un lenguaje preciso, claro como el agua que adquiere las formas y contornos de lo que va encontrando a su paso.

Siempre mantuve el anhelo de conocerla personalmente y vengo de hacerlo, de visitarla en su casa invitado por ella y de sumergirme en muchos de los artículos que ha escrito y sorprenderme por las interrogantes e intensas reflexiones que se amontonan en ellos y darme perfecta cuenta de cómo amanece la Venezuela que tanto le duele. Es una mujer que no vacila en advertir a la oposición política que si no actúa pronto y con decisión se perderá el pequeño resquicio de democracia que se resiste a desvanecerse en el maloliente pantano cívico-militar en el que chapoteamos. Sostiene en alta voz para que todo el país la escuche que imaginamos diálogos imposibles con los perversos mandatarios y persistimos en hacerlos realidad empecinados en creer que pueden ser verdaderamente posibles. Yo mismo sostengo que no dialogamos con políticos sino con gente que transita por la acera de enfrente, es decir, en la acera malsana del fraude electoral y dialogar o pactar con gente así no es posible. El coraje de Thays, su indómita vehemencia no le impide emplear la palabra zafarrancho para aludir al desventurado país en que se convirtió el que me vio nacer. Nombro, aplaudo y me acerco a la mujer que dice y asegura que este es un país joven pero con ideas viejas.

Hago esfuerzos para no caer en el desencanto y la desilusión de encontrarme perdido en el país que se descubre hoy hundido en un pantano de intemperancia, autoritarismo y negligencia militar. Trato de mantener a flote mi propia dignidad lesionada por los vejámenes y humillaciones que los venezolanos recibimos a diario mientras se activan las negociaciones de opositores no con políticos sino con seres de torcidos comportamientos y mentes perversas. Se dice que algo positivo saldrá de las negociaciones suponiendo que el chavismo mostrará algún pequeño indicio de sensibilidad. Lo he dicho mil veces y vuelvo a repetirlo: no cabe en mi cerebro la cifra de lo que en años el régimen militar en complicidad civil ha escamoteado al tesoro público que nos pertenece porque es nuestro patrimonio. ¿Cómo se escribe esa cifra?

Temo que una tenebrosa oscuridad se desplome y aplaste definitivamente al país venezolano si Norteamérica comienza a llamar presidente al dictador bolivariano porque los países que mantienen solidaridad con Guaidó, es decir, con un inexistente Guaidó pondrán de lado su solidaridad. Apuesto que cambiarán su comportamiento pero el régimen militar no cambiará el suyo. Y también me pregunto: ¿por qué no se reemplazó a Guaidó? Un relámpago de intensa absurdidad (y no es el único) me ciega de pronto: alguien como Maikel Moreno llegó a ser presidente del Tribunal Supremo de Justicia y hubo un tiempo en el  que descubrí para asombro mío que Franz Kafka, judío checo que escribió en alemán, me ayudó a entender este país más que Doña Bárbara, aunque en la aciaga hora bolivariana vuelve a coger impulso el positivista enfrentamiento de la barbarie y la civilización. Y una especie de Hada buena, la del Este, la de Chacao pretendió ser presidenta de la República. Perdió, desapareció de la vida política porque era una declarada oportunista, padecimos nuestro propio desacierto y quien asaltó el poder y ganó fue un fascista, un tardío y lamentable Mussolini, el oscuro e ignorante paracaidista oriundo de Sabaneta. ¡Qué barbaridad!

Reconozco que mi país político es absurdo, pero confieso y acepto que el absurdo también reinaba en mí antes de que amanecieran en la ventana de mi vida el pensamiento y la entereza de Thays Peñalver.