La vida, para aquel que carezca de toda militancia que no esté encabezada por la poesía, es mero exilio antes de la muerte.
Dar testimonio completando aquello que no resulta visible desde la superficie. Eso es, a mi entender, escribir. Contar lo que ves, lo que te rodea, lo que pudo ser pero no fue. La vida y sus múltiples tentativas frustradas. Recopilar pacientemente aquello de lo que se te ha hecho albacea: la memoria, los recuerdos, una inconsolable nostalgia por lo que pasó y desapareció. Ordenar el caos: seleccionando los materiales de la recomposición y otorgando sentido a aquello que no lo tiene; esto es, tratando de plasmar de qué forma otros emprendieron la heroica tarea de existir. Perdiéndose poco a poco en el intento.
Narrar es hacer balance de la progresiva huella que el tiempo deja en unos personajes más o menos reales. Qué carajo importa, en definitiva, la realidad. A veces se trata de personas que pasaron por nuestra vida, se marcharon y la marcaron. Otras, es cuestión de nuestro propio yo oculto bajo la impostada dermis que presentan distintas criaturas imaginarias. De fracasar dignamente en el intento de hacer en la ficción un mundo tan ciego, brutal e inabarcable como aquel en el que arbitrariamente hemos sido arrojados. De posponer, en lo posible, el definitivo olvido de los ya olvidados. De ajustar cuentas: con el amor, el dolor, la muerte y el destino. De regalar consuelo a quien todo lo demás le es sistemáticamente negado. Una ofrenda de papel, a modo de protesta contra la reiterativa aparición del tedio; a la manera de un puente tendido entre la orilla de los vivos y la isla de los difuntos.
La lengua, en su infinita digresión del tiempo, es el único hogar del escritor: todo lo restante son destierros. Sólo en el estilo se detiene el instante: perdura en el papel, se malogra en esa voraz e ilusoria sucesión a la que llamamos vida. La metáfora, a través de la imagen verbal, llena el vacío entre la lengua y el mundo; entre el objeto y su símil. La vida, para aquel que carezca de toda militancia que no esté encabezada por la poesía, es mero exilio antes de la muerte: una nada anticipadora de la nada definitiva, como sombras que se hunden en el corazón de más sombras.
Escribir, por decirlo ya todo, es como soplar el polvo retenido en las páginas de un viejo libro o cepillarle la tierra incrustada a una figura que acaba de ser descubierta en mitad de un recodo. Rendir culto a la ración constante de belleza, crueldad y misterio que otorga el dudoso privilegio de vivir instalados de manera permanente a caballo entre el pasado y el porvenir. Detritus de sueño que son devorados a consecuencia de la hambruna que invade la frágil vigía de los despiertos. Cenizas a partir de las cuales es posible imaginar la fuerza ígnea de las brasas.
La historia no se suele contar de esta manera, aunque lo cierto es que Jack London (1876-1916) fue, como se dice ahora de manera redundante, un adelantado a su tiempo. Mucho antes de la así llamada autoficción descubrió que el escritor puede ser un partícipe más en la historia que se dispone a fabular. El testigo introducido en los acontecimientos que va a narrar. De manera central: recogiendo el influjo trazado sobre ellos, pero, sobre todo, la marca que dejaron en el escriba. Y, más aún, más que la tortuosa montaña que conduce a la escritura fructífera, puede ser el epicentro de la narración.
Obviamente y, por encima de las habladurías, Martin Eden no es Jack London. Igual que Jack London no es John Griffith; a pesar de que ese fuera el nombre con el que se le bautizara al nacer. Escogió, por lo tanto, un pseudónimo para aparecer públicamente como autor. Y otros tantos para enviar sus primeros trabajos a distintas publicaciones literarias. Un último heterónimo, tomado en 1909 al tiempo de la publicación del texto homónimo, para ocultar un nombre que desde el principio resultaba impostado. El escritor nunca está desnudo: menos aún cuando con más impudicia afirma estarlo. La anulación de la distancia equivaldría al silencio de quien no hace el titánico esfuerzo de intentar la lucidez. Y la palabra, por necesidad meditada antes de ser transcrita, es precisamente su oficio. El lenguaje es la copa de oro que todo novelista se presta a abrillantar.
Me gustaría poder afirmar, empezando por el final, que Martin Eden (1909) narra la muerte soñada por Jack London para el protagonista homónimo del libro. A eso ya llegaremos: la historia de formación y crecimiento del escritor coincide con la del derrumbe moral del hombre en general y de su amor en particular. El ímpetu vital que se extingue con el rastro de desasosiego que dejan nuestros deseos al saciarse. Escribir hasta la muerte, nada más. Me explico: chico conoce a chica. Hasta ahí, simplemente es la historia más vieja del mundo; y también es la más auténtica. Sólo que la chica no pertenece a la clase social del chico. El marinero y la burguesa: es la historia favorita, a través de sus distintas variantes, en todas las calles de una gran ciudad. Empero, todo se complica: ellos se quieren, naturalmente, y luchan por perpetuar su amor. Contra los padres y sus cábalas de porvenir, contra la sociedad y sus convenciones heredadas, contra la lóbrega perspectiva de ese crepúsculo postergado al que llamamos futuro, y de esa muerte anticipada que se refleja en el pasado.
Al principio de la novela, Martin Eden salva de una reyerta al hijo de un importante abogado. Agradecido, el chico lo lleva a su casa, donde el protagonista conoce a Ruth, una bella joven poseedora de una imponente cultura libresca. Para impresionarla y acercarse mejor a ella, Martin Eden se iniciará, de manera autodidacta, en el mundo de las letras. Los manuales de gramática le llevarán a la pasión por el conocimiento, y el amor al saber le hará desembocar en dos autores de enorme relevancia en el siglo XIX: Friedrich Nietzsche (1844-1900) y Herbert Spencer (1820-1903). De ambos heredará un estandarte bifronte que porta la voluntad y la selección natural como piedras de toque de una filosofía que es a un mismo tiempo individual y social, personal y colectiva.
No era de extrañar que el mundo perteneciera a los fuertes. Los esclavos estaban obsesionados con su propia esclavitud”, escribe London en el libro. Su origen proletario se verá confrontado con una auténtica tentación aristócrata vertebrada por el deseo de amar a Ruth y el anhelo por conquistar la otredad. Sus primeras lecturas le llevarán al descubrimiento de una descollante vocación literaria que potenciará después de unas exhaustivas jornadas de trabajo manual, rudimentario, obrero. La inconcreción del porvenir será el lugar donde viva su amor correspondido por Ruth. Sin embargo, su temprano contacto con el periodismo le obligará a una relación continuada con la realidad; lo que le hará ver en todo momento la determinante relevancia del dinero: eje de la vida en un horizonte capitalista, y rasero esencial que divide el paisanaje moral del mundo entre fracasados y hombres de provecho. Disyuntiva en la que tendrá que demarcarse por un lado o por el otro: un burgués al servicio del padre de Ruth y, si no, un obrero entregado a la escritura en sus escasas horas de descanso. En la resolución estricta y definitiva de dicho conflicto será donde resida la afirmación de la propia voluntad como última brújula existencial.
Finalmente, resultará lo esperable: la sociedad en su conjunto, las personas con quienes mantiene una relación más estrecha y la propia vocación literaria terminarán por decepcionar a un personaje que, ante todo, se niega a conformarse con la mediocridad de una vida burguesa, con el conformismo de un tiempo que se precipita contra el abismo y las vanas esperanzas de un mundo capitalista que no está dispuesto a poner coto a la brecha social, cultural y económica de las distintas clases. El sueño que él tiene de convertirse en escritor choca con el nivel de vida que ella no está dispuesta a abandonar. Es la ideología, sin embargo, lo que los separa de manera evidente. La lógica experiencia dispar de un mundo enquistado en la desigualdad. Y el tiempo es quien hace el resto: por eso Martin Eden es, tal y como lo concibe su autor, un mártir de la escritura y un santo laico de la literatura universal. Capaz de renunciar al amor, a la amistad y a la misma vida por su compromiso con el oficio de escritor, por su radical entrega a las ideas en las que cree y por las que decide vivir hasta las últimas consecuencias. Fanático de la letra, en último término, aquel que una vez fue educado como analfabeto.
Jack London fue, en palabras de Anatole France, “un socialista revolucionario” digno de ser reivindicado en unos tiempos como los actuales donde estamos demasiado acostumbrados a los intelectuales apocados y a los novelistas amuermados. Sus numerosos cuentos, algunos de los cuales se encuentran entre lo más granado de la literatura universal, están protagonizados por personajes marginales y tardo-románticos: curtidos marineros, boxeadores autodestructivos y buscadores de oro a modo de proto-existencialistas. Tipos duros, veraces y auténticos, en contacto con lo salvaje del mundo y de su propio ser; más en busca de lo absoluto bajo sus distintas formas. En diálogo constante con el pueblo y su cultura elemental. A London le deslumbró en un primer momento Baudelaire, su gran lectura iniciática, aunque su talante quizás estuvo más cerca de Rimbaud, como atestiguan estas palabras trazadas por el norteamericano: “Prefiero ser un soberbio meteoro, cada uno de mis átomos brillando con espléndido fulgor, que un dormilón y permanente planeta”. Un fuego fatuo en el que ambos poetas ardieron temprana pero intensamente: dejando a la espalda de su “bello cadáver” un furioso y terrible rastro de brillantez literaria.
Jack London poseía un estilo medido, conciso y despojado de toda retórica que retomarían otros escritores de intensa biografía como Ernest Hemingway (1899-1961) o Isaak Bábel (1894-1940). Sin embargo, una comparación interesante resulta del símil con un contemporáneo suyo: el austriaco Joseph Roth (1894-1939), muerto a los 44 años a causa del alcoholismo. Si en su novela más célebre, La marcha Radetzky (1932), Roth narraba el desmoronamiento de una familia en concreto, así como de la sociedad toda, en Martin Eden (1909), London narra lo mismo, sólo que a través de la devastación espiritual de un hombre, su protagonista, atravesado en la coyuntura de quien ama profundamente y sufre con viveza la vida. London soñó con sumergirse en el mar hasta perderse para siempre: o al menos eso le regaló a Martin Eden, que tuvo una muerte mucho más digna de lo que supone perecer envuelto en una terrible borrachera o en una sobredosis de morfina. Su terrible desaparición espejea con el de varios “discípulos” posteriores: Lester Bangs, Hunter Thompson, David Foster Wallace o Mark Fisher. El desengaño amoroso, el desengaño político, el desengaño literario. La afirmación en la escritura, la afirmación en la renuncia, la afirmación en la muerte. Ciertamente, no es un final feliz; tampoco la vida lo tiene.
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