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Uno de los rasgos predominantes en la opinión pública es el ataque frontal de todo lo que huela a izquierda, debido a que se la considera como causante de los males de la nación. Incubados desde hace tiempo, quizá desde el octubrismo adeco y aclimatados en el calor de los núcleos intelectuales y en las aulas universitarias, esos males llegaron a su peor expresión con el ascenso del chavismo para convertir a Venezuela en la pocilga que es en la actualidad. Tal es el parecer dominante, provocado por la hegemonía de un régimen que se ha proclamado como máxima encarnación de la revolución de origen marxista, o como criatura de raíces homologables. El parecer de amplios sectores de oposición, especialmente de los pocos formados en las lides políticas y de los que han crecido bajo la hegemonía “bolivariana”, se aferra a esa cerrazón, o a esa miopía sobre la cual conviene detenerse debido a que impide un desenlace adecuado de los entuertos venezolanos.
He tratado el tema en anterior ocasión, pero sucesos como el dolor causado por la derrota de Jair Bolsonaro en Brasil, que todavía provoca manantiales de sentimientos pesimistas, casi de íntimo duelo, invita a verlo de nuevo. No se está ante un asunto trivial cuando se observa la congoja que ha provocado en inmensas capas de opinadores, especialmente de quienes manifiestan sus puntos de vista en las redes sociales, la derrota de un sujeto que representa cualquier cosa menos la democracia, cualquier cliché en lugar de mensajes edificantes, cualquier zafiedad en lugar de ideas medianamente formadas y susceptibles de respeto. Es cierto que tienen a su favor el hecho de que Lula da Silva, el político que lo derrotó, no es la encarnación de la honradez ni de nada que se parezca a pulcritud republicana, pero de allí a arrojarse en el regazo de un chafarote disfrazado de magistrado, en el seno de un converso que se bautiza en el Jordán para júbilo de una grey evangélica de pocas luces, hay mucho trecho.
El trecho que nos separa de una tradición republicana que formaron los padres conscriptos en el siglo XIX, y la cual echamos groseramente por la borda cuando nos convertimos en adoradores de un individuo que, pese a que no habita entre nosotros, se ha hecho estelarmente familiar después de una sonora carrera de episodios machistas, de discursos mediocres y de incontables capítulos truculentos. Pero, por desdicha, no estamos ante un predicamento insólito. El hecho de que miles y miles de venezolanos de la actualidad consideren a Joe Biden como una expresión de un peligroso extremismo que pone en riesgo la prosperidad y las libertades de Estados Unidos, nos deja mal parados como personas capacitadas para entender la realidad contemporánea en sus asuntos de mayor relieve. La situación se vuelve más calamitosa cuando la crítica de Biden responde a la adoración de Donald Trump. Un aventurero de siete suelas convertido en paradigma, un evidente conspirador contra la Constitución de su país, un mentiroso sin paliativos pone en aprietos a sus millones de criollos adoradores, especialmente a quienes pretenden el rescate de la democracia venezolana cuando nos libremos del izquierdista Maduro.
Hay otros temas del exterior en los que se involucra la mayoría de nuestros opinantes, con todo el derecho del mundo pero también con todos los prejuicios, movidos por una rudimentaria condenación de las izquierdas que clama al cielo. Son, desde luego, posiciones escandalosas en una sociedad que vivió medio siglo de experiencias democráticas antes de la llegada del chavismo, y décadas luminosas cuando el país se separó de Colombia. Se rompen violetamente los nexos con una cohabitación civilizada, hecha por nuestros padres y también por nosotros, centenares de miles de venezolanos de la actualidad, cuando, por ejemplo, legiones de opinadores aclaman las arengas neofalangistas de Vox en España o se felicitan porque Silvio Berlusconi y Matteo Salvini retornan al gobierno de Italia, o lamentan que un sujeto tan gris y sin tan nada de nada como Rodolfo Hernández haya perdido las elecciones en Colombia.
Y todo porque, primero Hugo Chávez y después Nicolás Maduro, se han proclamado como líderes de una izquierda redentora. Pero son, junto con su plana mayor, los promotores de la petrificación de la sociedad, o los autores de una situación de retroceso histórico en la cual no caben los avances de la democracia y la justicia logrados por nuestro pueblo, junto con las colectividades más importantes de Occidente, a partir de la segunda mitad del siglo pasado. Un vuelo de pájaro basta para catalogarlos como testimonios de fosilización, de reaccionarismo, de odio al progreso, sin ponernos en la necedad, o en el esfuerzo baldío, de promover una cruzada contra una izquierda que los “bolivarianos” solo profesan porque les sirve de coartada para la arbitrariedad y la ladronería.
Afirmado lo cual, remacho que este artículo se escribió para poner distancia cabal frente a los cruzados venezolanos del anti-izquierdismo porque no ven más allá de sus narices.
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