Arturo Pérez Reverte, quien suele escribir apegado al sentido común, no sin mordida, nos ha regalado una pieza reciente en defensa de los animales, un artículo que pudiera calificarse -si existiese la palabra en castellano; sentimentalazo; es decir un latigazo sentimental de prosa contra las fiestas populares taurinas. Nos cuenta Pérez Reverte cómo llegó alguna vez a correr encierros y hasta ir a los toros; también -ay niña!, ay cachorros!- porqué dejó de hacerlo. Los culpables de su remordimiento son unos perros -Sombra, Agata, Mordaunt, Rumba- y una lectura animalista de Moby Dick por su hija que de todo aquello concluyó, aparentemente sin que el padre corrigiera el rumbo, un juicio perentorio: ballena.
Sucede con estos escritores de talento -confieso sólo haber leído, en una hamaca en la playa, la saga del Capitán Alatriste, y no es desprecio por quien me aseguran que es un gran escritor: simplemente soy muy mal lector de narrativa-; pero sucede con estos escritores de portada de revista y entrevista quincenal, opinadores de todo -muchas veces con razón- lo que
Michel De Certeau diagnosticó sobre el mal de la experticia que habiendo alcanzado los expertos cierta autoridad en su materia, transan con las instancias de poder una suerte de arreglo tácito que les justifica, a cuenta de aquella experticia, el hablar de todo, cuando les dá la buena gana.
Atención, que Don Arturo está en su derecho, y no pretendo argumentar lo contrario. Vaya por delante la libertad de opinión, que en el país donde vivo es sacrosanta hasta el extremo -Free Speech, la llaman- y yo su militante, en cuanto protege con el imperio de la ley, como debe ser, desde el mejor y más crítico periodismo de investigación hasta la peor de las pornografías. Y que debería, sin mayores vueltas bizantinas, también proteger las tauromaquias, populares y cultas.
Pérez Reverte tiene la condescendencia de decir que existe, porque lo conoció, un torero que era además inteligente y bueno, de quien aprendió mucho. Pero el asunto se ensombrece cuando opina que le parece muy bien que los toros maten, de vez en cuando, a los toreros. ¿Considerará también bueno que alguna vez se achicharre un corredor de fórmula 1? ¿Que se desbarranque hasta la muerte un alpinista? ¿Que se ahogue un submarinista? ¿Que de cuaresma en cuaresma se desplome knocked-out muerto un boxeador? ¿Que los acróbatas se estrellen en letal fracaso contra el piso?
Más allá de la abyecta distancia con la cual el escritor defiende sus animalillos manifestando total indiferencia ante la pérdida de la vida humana, va latiendo por allí el errado meollo de su argumento: pudiera haberse preguntado qué busca aquel quien se arriesga a perder la vida, en lugar de poner el asunto en los rastreros términos del competitismo
contemporáneo: porque un torero no está allí en competencia con un animal, ni torea para ganar una pelea. El fascinante ritual -como él mismo lo califica- tiene un sentido, y es aún fuente de emoción significante para cientos de miles de personas. Pero Don Arturo no tiene problemas con la corrida -a la cual le concede su magno perdón-. Lo que le enfurece son los festejos populares.
Yo voy a coincidir con él en algo: No hay valor, dignidad ni belleza en la matanza de un animalillo al que se acuchilla, se apalea, se arrastra, se despeña por un barranco ante el jolgorio.. La pregunta es: ¿responden a esa descripción sesgada todos los festejos populares taurinos de España y el mundo hispánico? Y con ello, ¿se justifica como lo propone Don Arturo entre sus perros que la autoridad -léase, el detentor legítimo de la violencia en un estado de derecho- los cancele a riesgo de castigo y cárcel, los prohíba enteramente? El autoritarismo empieza siempre con un manotazo simplista, así sea el de la fina mano de un escritor de talento.
Tengo para mí que el ejercicio del poder sólo puede ser legítimo si es responsable. Ello incluye al del experto que habla hasta por los codos, y por supuesto al escritor público : no se puede escribir con rabia maximalista sólo basado en 30 segundos de vídeo que hemos visto en Twitter, donde se muestra una escena de barbarie popular en algún festejo.
Ni hay que dejarse emocionar por el abuso imaginario que los medios sociales; manipulan con sensacionalismo, la cloaca del twitter, o el morbo del móvil. Estas escenas -que los ‘comunicadores’ se precian de privilegiar son minoritarias. Hay que preguntarse, en cambio ¿por qué existen estos festejos populares? ¿Por qué habría que preservarlos y, especialmente, regularlos civilmente?
Pérez Reverte, por toda respuesta, nos viene con la manida España Negra. ¡Ala! La ficción de la fulana España Negra es una manifestación lamentable, una suerte colectiva de síndrome de Estocolmo padecido por la alta cultura española desde hace tres siglos. Son los ‘ilustrados’ españoles quienes más fervientemente han creído, en su ánimo por ser suecos, esta ficción inventada por quienes suplantaron, a fuerza de astucia y guerra, la primacía española en el mundo. De esto sabe algo el capitán Alatriste, ciertamente más que Rumba o Mordaunt; y también Pérez Reverte. La tauromaquia es un asunto complejo, importante, consecuente. Y su existencia se enraiza en tradiciones ancestrales, sobre todo en la inmensa, vasta tauromaquia popular que se practica en España, en Francia, y en toda
América, incluída la América de mis dos naciones, Estados Unidos y Venezuela. La corrida es la voz lírica de la tauromaquia que encuentra en las prácticas populares y rurales taurinas su prosa inagotable, cruda, a veces grosera, rústica o baja. El combate, el dominio o el juego del toro es la manifestación hispánica de una posesión colectiva de soberanía. El pueblo español -americano, mediterráneo- alcanzó la forma simbólica de su ser soberano, entre otras cosas, a través de juegos y ceremonias taurinas, de allí su continuidad y su celebración. Y aún cuando la corrida es el ejercicio ceremonial más sofisticado de este fenómeno, todos los festejos colectivos que incluyen aquel animal primal, el urus o aurochs bravo -no Agata, ni Sombra, ni la pobre ballena- son la expresión colectiva de este acto de posesión soberana. Demos -que es la forma del pueblo encarnada como decisión colectiva- nace, siempre, en el mundo hispánico, ante un toro.
Por ello es tan importante que los poderes públicos se hagan conscientes de esta arqueología que les proyecta sombra y luz, los insufla desde el otrora; con lo cual es un exabrupto proponer la prohibición de los festejos populares taurinos -un acto suicida de las razones profundas de la decisión civil, en la que nos mantenemos al ser quienes somos como sujeto colectivo, aun cuando tantos, entre ellos Don Arturo, lo ignoren.
Bueno sería, por una vez, abandonar los resabios decimonónicos que se agotan en aquella cárcel binaria, suprematista, entre civilización y barbarie.
Yo veía la pompa exuberante con la que los ingleses han despedido a su monarca. Y cada vez que asisto a una corrida de toros me pregunto por qué no somos más conscientes, en el mundo hispánico, sobre el enorme valor simbólico de ese acto ceremonial. No es la España Negra la que yace detrás de la tauromaquia -académica o popular-: es la excepcionalidad prodigiosa de la cultura hispánica que ha sabido mantener -en impulsión colectiva- la resurgencia incesante de lo que estaba antes, el desafío del animal primal para hacernos a su alrededor, con su muerte o con su juego, pueblo: es decir, soberanos del mundo.
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