Blog de Víctor José López /Periodista

domingo, 7 de febrero de 2021

LO QUE VA DE AYER A HOY por Federico Jiménez de los Santos /

 

 

En octubre de 2017 entregué a La Esfera de los Libros el texto de Memoria del comunismo. De Lenin a Podemos[1], que salió al mercado en enero de 2018. Ni la editorial ni yo podíamos pensar que iba a vender más de treinta ediciones y de cien mil ejemplares, señal de que no hay muchos libros sobre el comunismo y de que, por lo que estaba pasando en Venezuela, raíz y referencia de Podemos, en la opinión pública crecía el temor de que España siguiera la deriva chavista de la que aviso en Memoria y que, tres años después, se ha consumado. Mientras tanto, el régimen narcocomunista, aliado con Rusia, China e Irán, ha provocado la mayor catástrofe en términos de vidas, pérdida de propiedades y de derechos civiles de toda la historia de América.

Sin embargo, la llegada al Gobierno de Iglesias, epítome de Lenin en Memoria, obliga a una actualización de urgencia. La naturaleza proteica, cambiante y engañosa del comunismo no altera su condición esencial: la de ser una doctrina contra la propiedad privada que necesariamente destruye la libertad individual y cualquier forma de Estado de derecho. Y en España presenta variantes especiales con respecto a las formas clásicas de acceso al poder de los comunistas, que son tres: violencia insurreccional y guerra civil — URSS, China, Vietnam, Camboya—; ocupación militar —países de Europa Oriental que toma el Ejército Rojo tras la Segunda Guerra Mundial—; y la corrupción de un Gobierno salido de las urnas, pero cuyo líder va minando la división de poderes hasta imponer un régimen comunista —Venezuela—.

El caso de España es tan singular que ofrece dificultades casi insalvables para explicarlo a quienes no conozcan la historia del comunismo y la de España, un país aparentemente inaccesible al peligro comunista. La nuestra es lo que suele llamarse una democracia avanzada, miembro de la Unión Europea, la cuarta economía de la zona y cuya calidad de vida, del sistema sanitario al asistencial, la coloca entre los mejores países del mundo para vivir. Aun así, España tiene un cáncer: los movimientos separatistas catalán y vasco, con los que colaboran socialistas y comunistas, y que se han expandido a la Comunidad Valenciana, Baleares y Navarra.

Tiene también España un régimen constitucional de monarquía parlamentaria, como el danés, el inglés o el sueco, salido de la Transición democrática que acabó pacíficamente con la dictadura franquista y fue votado de forma masiva por los españoles en 1978. Los comunistas de Podemos, con los separatistas vascos, catalanes y gallegos, pretenden derribar la monarquía, a la que tachan de continuación del franquismo, cuando fueron Juan Carlos I, heredero de Franco a título de Rey, y Adolfo Suárez, secretario general del partido único franquista, los que trajeron la democracia, pactada con el PCE. Y atacan a la Corona porque, hoy por hoy, es un dique legal infranqueable para los proyectos de fragmentar España.

La legitimidad de la Transición fue por primera vez cuestionada por un Gobierno del PSOE, el de Rodríguez Zapatero en 2004, que promulgó una Ley de Memoria Histórica avalada por la derecha e incluso por Juan Carlos I, y que, tras los años perdidos de Rajoy, ha retoñado con Pedro Sánchez. Tras sacar el cadáver de Franco del Valle de los Caídos —sórdido exorcismo histórico de la derrota del bando del Frente Popular ochenta años antes, retransmitido por televisión como el Día D en Normandía, y que reabre simbólicamente la Guerra Civil—, el Gobierno Sánchez, hijo político del ahora embajador del narco-régimen venezolano, promulga una ley tras otra de «reparación histórica» antifranquista. Antes de que Podemos entrase en el Gobierno anunció la creación de una especie de Ministerio de la Verdad para perseguir legalmente a los que no comulguen con la idea del pasado de la izquierda, que no es la anticomunista del PSOE de Besteiro y González, sino la de Negrín y Álvarez del Vayo, un socialismo enfeudado al comunismo.

Esa dictadura sobre la memoria es algo que, aunque relativamente nuevo en Occidente —al menos con respecto a la ferocidad

iconoclasta actual, capaz de derribar estatuas de Colón en América, con el aplauso de la jefa del grupo demócrata en el Congreso, o la de Churchill en Gran Bretaña—, existió desde 1917 en Moscú o Pekín. La llamada «cultura de la cancelación» tiene su modelo en la Revolución Cultural china, que destruyó buena parte de los cuatro mil años de civilización por budista, confuciana o, simplemente, «vieja».

Pero hay aspectos del comunismo actual que se han desarrollado tras la caída del Muro de Berlín y que tienen una importancia esencial en el nuevo totalitarismo de izquierda tan visible en Podemos o en regímenes despóticos iberoamericanos como la Bolivia de Evo Morales o la Argentina de los Kirchner. Son, por citar solo cuatro, el racismo (Black Lives Matter), el indigenismo, el parafeminismo queer y el ecologismo, unos frentes ideológicos que parecen muy alejados de la lucha de clases marxista-leninista hasta que uno se fija en que sus enemigos son los mismos: la propiedad, la libertad individual y el derecho natural; y que su herramienta es también la misma: la ingeniería social, eso que ahora muy equívocamente se llama marxismo cultural, que abreva en fenómenos ideológico-mediáticos norteamericanos como el #MeToo, el queer o el del cambio climático, ayer acaudillado por Al Gore, hoy por Greta Thunberg.

Estos nuevos escenarios de confrontación social despistan a quienes ven o prefieren ver el comunismo como creen que era hace décadas. Pero incluso en la época de mayor expansión territorial de la URSS y máximo crédito intelectual del marxismo clásico, el comunismo libraba sus batallas ideológicas esgrimiendo fórmulas como la de la lucha por la paz, la lucha contra la energía nuclear — solo en Occidente— o el Movimiento de Países No Alineados, pero siempre alineados contra Occidente, y que por eso los apoyaba Moscú.

Hoy ya no hay una sino dos grandes potencias comunistas de capitalismo mafioso, China y Rusia, de tamaño y ambiciones diferentes pero no enfrentadas. El movimiento comunista en el llamado Tercer Mundo ha pasado de Cuba como única referencia al «socialismo del siglo XXI», el triángulo Caracas-La Habana-FARC, con aliados como Nicaragua, Argentina y México, sin olvidarse del

populismo de extrema izquierda que arrasa bastiones como Chile o Perú. Puede decirse sin exagerar que, si el comunismo se define por el odio a la propiedad, la libertad individual, la ley y la tradición occidental, nunca ha tenido más fuerza que ahora. Nunca los Estados Unidos se han parecido más a la China de Mao con sus teatrales campañas de autocrítica promovidas por el poder, como cuando Nancy Pelosi y los demócratas del Congreso se arrodillan ante no se sabe muy bien quién por sus pecados de racismo imperdonables y olvidándose de su Constitución, Lincoln, Kennedy y hasta Martin Luther King. La fuerza del colectivismo televisado es tal que ya no se sabe dónde empieza el movimiento marxista BLM y termina la NBA.

En el comunismo de hoy cabe todo lo que sale en televisión para quejarse de la atroz herencia occidental recibida. En España, Podemos, por ejemplo, es leninista, queer, ecologista, animalista, inclusivo en educación, feroz perseguidor de la lengua común española y a favor del separatismo de regiones ricas como Cataluña o el País Vasco. Pero nunca hay que fijarse en lo que defiende, sino en lo que ataca. Lo mismo: libertad, propiedad, igualdad ante la ley, tradición occidental y unidad nacional.

Nada más llegar al Gobierno, Podemos empleó el BOE y toda su trompetería para avanzar en esos ámbitos que no parecen gubernamentales, pero lo son de poder. Lo veremos en el caso de su feminismo queer, no solo por su importancia en el 8 de marzo del COVID-19, sino por ser una enmienda total a la familia como institución y a la naturaleza en su máxima definición biológica: los dos sexos capaces de reproducir la especie. Ese era el fin último de Marx y Bakunin, Lenin y Trotski: romper los milenarios lazos de la cultura y de la naturaleza para crear el hombre nuevo, ser inédito que solo existirá dentro de una comunidad en la que se prohíba lo individual.

El #MeToo y BLM desembocan fatalmente en El cuento de la criada, aunque la industria de la comunicación —cada vez menos entretenimiento y más adoctrinamiento— lo vende en un solo paquete con lacito progresista, como si Handmaid’s Tale no fuera una actualización mediocre de 1984, la Camboya de Pol Pot, la

China de Xi Jinping o, muy ajustadamente, del Estado Islámico, referencia prohibida para no caer en la islamofobia. Zuckerberg ha prohibido a sus empleados oponer al racismo violento de Black Lives Matter el «All Lives Matter», que representa la lucha antirracista de Luther King y la Constitución norteamericana. Da igual que los negros maten más negros que blancos, o que los blancos maten más blancos que negros: hay que imponer la agenda progresista, al margen de la realidad de los números y la fuerza de los argumentos. Al que disiente se le condena en las redes o lo echan del trabajo. Mao en el Gran Salto Adelante no hizo algo diferente: impuso su dictadura sobre las mentes. Luego la extendió a los estómagos y mató de hambre a sesenta millones de chinos, pero no verán eso en las producciones de Hollywood ni en las series de Netflix.

Otro aspecto tragicómico, ya antiguo, de la presión colectivista en la sociedad actual es la infantilización, esa ingeniería social izquierdista que trata a los niños como a adultos y a los adultos como a niños. El buenismo tontorrón que parece obligatorio en las teleseries está alcanzando niveles estremecedores. Por ejemplo, el de la payasa Filomena en Argentina, que con sus trenzas enhiestas y su apósito rojo en la nariz acompañó en televisión a los representantes del Gobierno que daban la cifra de muertos del COVID-19. Veinte contabilizaron ese día, pero, como era el de las Infancias —niñas, niños y niñes, dijo la política—, les rindieron homenaje aunque no estuvieran viendo la tele, con esta lírica creación de la payasa: «Una nube / cae la lluvia / crece el pasto / sube el árbol / caen las hojas / sobre el agua / hay un pulpo y un caracol / ¡clonc!».

De Victoria Ocampo a la payasa Filomena: he ahí el «significante vacío» de Laclau anegándose de comunismo y fascismo peronista. Así se entierra a veinte muertos en el país de Borges, ahora de los Kirchner y también de Podemos, porque su ministro de Educación fue, hasta la victoria de los sepultureros del fiscal Nisman, jefe de Gabinete de Pablo Iglesias. Esta es la modernidad: la payasa y los dos del Gobierno imitando en la tele la caída de la lluvia y las hojas y el crecimiento del árbol y la hierba. Raro es que no se la comieran.

En el comunismo, como en todo crimen, no hay casualidades. En la primera fila de invitados a la toma de posesión del presidente Fernández, padre del #GobiernoDePayasos, estaba el podemita Juan Carlos Monedero. Y la primera aparición de Pablo Iglesias como vicepresidente en televisión fue para pedir perdón a los niños por las incomodidades del virus, culpa de los mayores. Lenin quería «ingenieros de almas»; el leninismo lo difunden hoy los llamados «educadores sociales», clérigos de guardería y comisarios televisivos de la corrección política, que, como no aplaudas a la payasa de turno, te corrigen, vaya si te corrigen. El hombre nuevo sonríe al porvenir.

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