UN VIRUS COMUNISTA —EL COVID-19— Y UN ANTECEDENTE CHAVISTA
Los desastres del comunismo tienen orígenes muy diversos, de la pobreza a la sequía, del hundimiento demográfico al desastre ecológico, pero se parecen horrores, porque su desarrollo sigue siempre una misma pauta: la imposición de la ideología sobre los hechos, de la voluntad sobre la realidad. Lo que continúa sin entenderse más de un siglo después es que al comunismo los desastres siempre le vienen bien: si no los encuentra, los busca, y si no encuentra alguno que agravar, se las arregla para provocarlo.
Si la primera excepcionalidad, término favorito de Iglesias, que se encontró Podemos, dentro y fuera del Gobierno, fue el separatismo antiespañol —tanto el golpismo catalán como el separatismo tiránico del País Vasco y Navarra—, la segunda con que milagrosamente se topó al llegar al poder fue la pandemia del COVID-19. Por una trágica burla del destino, el virus llegó al cumplirse los veinte años justos de la excepcionalidad venezolana sobre la que Hugo Chávez fundamentó el discurso y el disfraz legaloide de su tiranía: el Deslave de Vargas, de 1999. Para Iglesias, devoto de Chávez hasta los lacrimosos extremos conocidos, su deslave fue la manifestación del Día Internacional de la Mujer el 8 de marzo.
Decenas de miles de venezolanos murieron en 1999 porque, anunciadas unas lluvias torrenciales con peligro de corrimientos de tierras, Chávez se negó a cancelar su referéndum para romper «el candado de la Constitución» y elevar a doce años la estadía legal en la Presidencia, que, en realidad, no pensaba abandonar nunca. Una montaña, convertida en río de lodo, arrasó el litoral cercano a Caracas y sepultó pueblos enteros y miles de familias que deberían haber sido evacuadas. Nunca se sabrá a ciencia cierta cuántos murieron, pero las estimaciones a la baja rondaron los treinta mil.
Con motivo del vigésimo aniversario del desastre natural y político, el venezolano Ibsen Martínez publicó el 16 de diciembre de 2019 en
El País, cuando el virus ya corría por Wuhan, una crónica sobre el túmulo de barro en que Chávez asentó su tiranía. Cuenta Ibsen en «La tragedia de Vargas» que cuando la prensa preguntó al presidente por la posibilidad de aplazar el referéndum,
(...) Chávez invocó la frase atribuida a Bolívar en ocasión del terremoto que, en 1812, destruyó por completo la ciudad de Caracas. Los curas, entonces mayoritariamente partidarios de la Corona de España, propalaron desde los púlpitos que el sismo era señal divina y augurio del desastre de la Primera República. Bolívar, famosamente, respondió: «Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca».
Pese a los muertos, lo peor estaba por llegar. Después de una caótica operación de auxilio, se militarizó toda la zona y se impuso el toque de queda en el que no faltaron las ejecuciones extrajudiciales al amparo del desorden que no se quiso evitar. El ministro de Defensa decidió solicitar ayuda logística norteamericana para atender a las víctimas y acelerar una primera reconstrucción de emergencia. Pero cometió un error: no lo consultó con su presidente.
En un alarde de suficiencia antiimperialista y, según el mismo Chávez, siguiendo el consejo de Fidel Castro, se rechazó la ayuda gringa. El ministro pagó caro su diligencia.
La conclusión que cierra esa gran crónica es tan amarga como cierta:
Entre tanto, la Constitución bolivariana, refrendada por el voto mayoritario aquel trágico domingo, sigue siendo violada constantemente por los mismos que la promovieron.
La estúpida chulería de Chávez citando otra estupidez de Bolívar podría ocultarnos bajo el chafarrinón caudillista la naturaleza típicamente comunista del rechazo del déspota a la ayuda norteamericana a tantos miles de desventurados que, tras ver sus vidas despreciadas en favor del plebiscito chavista, vieron cómo el artífice de su desgracia se permitía rechazarla. Pero, como explicamos en Memoria del comunismo, el consejo de Fidel Castro
de rechazar la ayuda de los Estados Unidos sigue exactamente lo que hizo Lenin ante la hambruna que asoló Rusia en sus breves y fatídicos años de mandato. Primero, se negó; luego, la aceptó a regañadientes, por insistencia de Gorki y por la mala imagen que daba ese rechazo al naciente poder soviético; pero a los pocos meses expulsó a los cuáqueros y rechazó la ayuda norteamericana... que vendió al exterior. Lo mismo hizo Mao en varias ocasiones. Y Fidel y Raúl Castro siempre. Así, nadie puede decir que el capitalismo echa una mano a las víctimas del comunismo.
Pero como ya hiciera Lenin, Chávez convirtió la tragedia que provocó o se negó a paliar en escaparate de su revolución. Y lo hizo de un modo que habrían aplaudido Münzenberg, Goebbels o Iván Redondo.
Una década después, Paula Vásquez Lezama publicó Poder y catástrofe. Venezuela bajo la tragedia de 1999[37], en la que explica ese mecanismo por el que el gran culpable o, al menos, el mayor responsable de las decenas de miles de muertos, Hugo Chávez, no solo esquivó su responsabilidad, sino que convirtió la tragedia en el Jordán en que lavar los pecados... de sus predecesores. El deslave ha producido novelas como Tatameo: antes y después del deslave[38], de Ángel J. Chacín G., publicada el mismo año que el estudio de Vásquez, pero nada pudo competir con la eficacia televisada del desfile militar del año siguiente, 2011, conmemorando la Independencia: figurantes civiles hacían de damnificados, mientras figurantes militares hacían como que los salvaban, apoteosis teatral del nacimiento de una nueva era gracias al sacrificio del pueblo, que merced al régimen bolivariano ya no sufriría nunca más.
La verdad es que la desastrosa gestión chavista del deslave acrecentó ese sufrimiento, pero ¿quién se queja de no tener para comer o donde vivir, cuando te aseguran, como hace el comunismo, la salvación definitiva? Las viviendas lejos de Caracas que levantó el chavismo —al que entonces le sobraban los petrodólares— quisieron aprovechar la excepcionalidad para redibujar el urbanismo caraqueño, pero fueron abandonadas por los reinstalados, que volvieron a la capital, donde sabían ganarse la vida, y se instalaron
en míseros refugios, de donde no han salido. ¿Y cómo protestará un damnificado que ya no es damnificado, sino dignificado por la Revolución? Ese golpe de genio publicitario, digno de la Komintern, había convertido la muerte en resurrección. Lógico que, hasta su muerte, Chávez se creyera Hijo de Dios.
Vásquez Lezama resume así en el prólogo de su libro la apropiación del deslave por el chavismo:
En el caso de la Tragedia, los damnificados se volvieron sujetos políticos porque el presidente Hugo Chávez hizo suyo su sufrimiento a través de una astuta identificación retórica de las víctimas de la Tragedia con los males que afectan a todos los pobres del país.
Esta apropiación política del sufrimiento ocasionado por una catástrofe no es original ni única del presidente venezolano, sino que constituye más bien una constante del mundo contemporáneo en el que la compasión es un motor fundamental de la acción política. La originalidad del presidente Chávez es que su apropiación política del sufrimiento de las víctimas de la Tragedia se inscribió también en el antes y el después de su llegada al poder y de la puesta en marcha de su proyecto de transformación. Al decir públicamente «damnificados somos todos», Hugo Chávez construyó la Tragedia como un signo revelador de la negligencia de los poderes públicos de los gobiernos anteriores, la llamada Cuarta República.
A partir de esta identificación entre la catástrofe y el régimen anterior, la gestión de la población damnificada produjo nuevas figuras del sujeto político, siendo la más significativa la de los «dignificados». El presidente Chávez propuso, en su emisión radial Aló, Presidente, llamar «dignificados» a las víctimas de la Tragedia que fueran asistidas por el Estado. Al crear ese término perseguía la restitución de la dignidad perdida, inherente a la etimología de la palabra ‘damnificado’, del latín damnum y de donde también se deriva ‘condenar’.
El presidente señaló en su programa radiofónico que damnificado es una «palabra muy fea», y propuso un neologismo basado en la dignidad. Ese acto de creatividad léxica tuvo una traducción práctica inmediata que marcó la puesta en marcha, la ejecución y la vivencia misma de las políticas de asistencia. La nueva calificación de las víctimas de la catástrofe es, antes que nada, la formulación de una promesa: la de la dignidad materializada en un nuevo trato, en una nueva consideración, que a su vez inaugura los mejores tiempos que anuncia la Revolución bolivariana.[39]
La militarización, el confinamiento, la culpabilización de todo actor o sector social que proteste contra el poder, que el tirano salva o condena por televisión según el nombre que pone a las cosas, fueron prácticamente calcados, siguiendo el guion de la manipulación chavista del deslave, por el Gobierno Sánchez-Iglesias en su gestión de la pandemia del COVID-19.
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