El propio Antonio José de Sucre, como jefe de Estado de Bolivia, alentó el retiro paulatino de las tropas colombianas que con él habían llegado, y no se equivocó al suponer que serían las primeras en alzarse.
En enero de 1827 lo hicieron, y para ello contaron con el apoyo de Bogotá. Los Granaderos de Colombia, cuerpo creado por el propio Sucre, fueron los encargados de iniciar el caos en la nueva república.
El presidente Sucre había hecho un esfuerzo inmenso, pero los resultados no eran los que esperaba. Desde Perú se fomentaba todo lo que pudiera destruir a Bolivia, y Santa Cruz y Gamarra, los que gobernaban el antiguo virreinato, llevaban la voz cantante. Sucre se empeñó en que salieran de Bolivia las tropas “extranjeras”, de manera que la nueva república contara con sus propias fuerzas militares, y eso fue lo que aprovecharon los conjurados, que repartieron abundantes sobornos entre los integrantes de la pequeña guarnición que había quedado en la capital.
Poco antes de la salida del sol de ese día 18 de abril de 1828, los conspiradores tomaron el cuartel principal, luego de asesinar a su comandante, de apellido Contreras.
Al enterarse de lo ocurrido, el general Sucre se hizo presente en el lugar acompañado sólo por dos de sus edecanes, algunos gendarmes y uno de sus ministros.
Los golpistas, al verlo, le dispararon a matar, lo hirieron en el brazo derecho, de consideración, y muy superficialmente en la cabeza. Pero con los disparos, y herido el jinete, el caballo perdió el control y echó a correr hacia el palacio de gobierno sin que el Gran Mariscal alcanzara a dominarlo.
Escalona, uno de los edecanes, resultó herido en el hombro, y el otro, José Escolástico Andrade, padre de Ignacio Andrade, que sería presidente de Venezuela en 1898, cayó de su montura al recibir un culatazo en el pecho.
Ambos estaban más heridos en el orgullo que en el cuerpo. Alfredo Jaureguy Rosquellas, autor del libro “Antonio José de Sucre”, publicado en Chuquisaca en 1928, cuenta que los rebeldes eran ciento ochenta Cazadores de a Caballo, que "tenían como jefe al famoso bandido Cainzo, de nacionalidad argentino, al músico mayor Victorio (peruano), a un tal Mateo Berdeja y en lo más alto a José Antonio Acebey 'abajeño', sin oficio, probablemente militar retirado, que desde La Paz y ya instruido por los agentes de Gamarra llegó misteriosamente a la Capital".
En cuanto estuvieron seguros de que la conspiración había logrado sus objetivos, sus jefes convocaron a varios de los conjurados, entre quienes estaba el doctor Casimiro Olañeta, presidente del Congreso, sobrino de Pedro Antonio Olañeta y que se decía amigo del Presidente Sucre. Pero se habían precipitado, pues en realidad no tenían el control de la situación.
El ministro del Interior, Facundo Infante, se comunicó con las guarniciones cercanas, que corrieron en auxilio del gobierno, en especial la que comandaba el coronel Francisco López, que sofocó el motín y restableció el orden. Pocos días después se supo toda la verdad: los conspiradores no habían actuado de motu proprio ni solos. Al saberse en Lima su fracaso, y como para que no quedara duda alguna, Agustín Gamarra, cuzqueño que peleó en Ayacucho bajo las órdenes de Sucre, invadió Bolivia. Sucre, más herido en el alma que en el cuerpo, no pudo resistir esta otra agresión del absurdo, y renunció de inmediato a su cargo de Presidente. Según Laureano Villanueva, “Parece inconcebible que algunos hombres que acababan de ser libertados por la espada de SUCRE; y de ser llevados de la mano por Bolívar al Palacio de Gobierno, abrieran la primera época de su administración, amenazando en 1828 a Bolivia y en 1829 a Colombia.” Pero en realidad no era inconcebible.
La Guerra de Independencia fue terrible e hizo posible que llegaran al poder hombres como José Antonio Páez, Agustín Gamarra, Bernardino Rivadavia o Francisco de Paula Santander, que fueron utilísimos en el proceso, pero no tenían la misma grandeza de alma de Sucre o de Bolívar.
Eran hombres, sin embargo, bastante más cercanos a sus realidades que los auténticamente grandes.
En un nuevo proceso, que sí era inevitable, brotaron como hongos los caudillos armados y ocuparon buena parte del tiempo y el espacio de nuestra América hispana. Era imposible que una guerra tan terrible no dejara cicatrices y enfermedades como las que dejó, que comprometieron el porvenir de los pueblos de la América humana. Estados Unidos se independizó con mucho menos fuego y mucho menos sangre.
América latina se desangró y ardió hasta quedar en brasas, se suicidó para independizarse. De haber surgido en su territorio, como lo soñó inicialmente Miranda, un solo gran país, o apenas cuatro, hoy sería uno de los polos de desarrollo de la humanidad. Pero no fue posible. Para independizarse necesitó la guerra de caudillos que agotó a sus habitantes y la dejó sin reservas, y esos habitantes agotados cayeron en poder de los más fuertes, que no podían ser los mejores.
Bolívar fue en genio de lo imposible, tal como Sucre, pero los más pequeños, los más cercanos a la tierra, estaban mejor dotados para lo simplemente posible, y con su acción impidieron el progreso de sus pueblos. Y lo impiden todavía.
El general Sucre, Gran Mariscal de Ayacucho y presidente de la república de Bolivia, todavía convaleciente y con las cicatrices físicas y espirituales demasiado recientes, dejó para siempre el cargo y se decidió a convertirse en simple ciudadano (encargó del poder ejecutivo al general José María Pérez de Urdinenea y se casó por poder con Mariana Carcelén, la marquesita de Solanda, que lo esperaría en Quito). En su mensaje final a los congresantes de aquel momento, dejó también una narración de lo que le había tocado vivir en aquellos momentos terribles, seguida de una clara explicación de lo ocurrido, pero aquella narración y aquella explicación, en la que se coló algo de rabia y mucho de frustración, no eran sólo para quienes tuvieron el privilegio de escuchar sus palabras o de leerlas en aquellos días nada felices, sino para la posteridad, y que decía así: “Recién terminadas las sesiones del Congreso Constituyente a principios de 1827, el partido que se apoderó de la administración del Perú, empezó a trabajar sin descanso para introducir en Bolivia el descontento y la guerra civil. (...) El gobierno Peruano tenía situado sobre nuestra frontera un fuerte cuerpo de tropa que protegiese las insurrecciones. (...) “Me hallaba en el departamento de La Paz cuando empezaron estas turbaciones; y deseando por nuestra parte mantener la buena armonía con nuestros vecinos, tuve una conferencia con el General peruano en el Desaguadero, el que dándome protestas de que en ningún modo se injeriría en nuestros negocios interiores, solicitó el regreso a Colombia de los mil soldados auxiliares que permanecían en la República y que infundían recelos y temores a su país.
Le fue concedido, porque no sólo estaba resuelta de antemano la vuelta de esas tropas, sino que su marcha había hasta entonces dependido del consentimiento del Gobierno de Lima, para transitar por Arica. Repetidos avisos me anunciaron que del Perú se alentaba a los descontentos a una insurrección, ofreciéndoles protegerles con una fuerza armada, y que de acuerdo entre las tropas de las fronteras y los facciosos se había señalado el momento del embarque del Batallón Pichincha para una rebelión en Chuquisaca y una invasión.
(Continuará)
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