Blog de Víctor José López /Periodista

miércoles, 30 de diciembre de 2020

MI PRIMER DÍA DE CLASES Por Eduardo Casanova


Mi padre, Marco Antonio Casanova Saluzzo, alias “Poncho”, me inscribió en primer grado de primaria, en Maracay, en 1944. Tenía yo apenas cuatro años (en diciembre cumpliría cinco), y según todos los entendidos no estaba maduro para aquella aventura. Todavía recuerdo con cierto horror ese primer día de clases. El colegio se llamaba San Pedro Alejandrino, y quedaba muy cerca de Calicanto, en donde vivíamos, calle por medio del Teatro Ateneo, en una casa de dos pisos con un patio que me pareció una cueva. Todos los niños eran mayores que yo, y sentí miedo. Necesitaba la ayuda de mi madre y mi hermana y mis otras parientas, y no la tenía. Me sentía muy solo. Abandonado. Pronto superé aquel primer miedo, pero no la sensación de soledad. Un año después se repitió la escena. El primer día de clases era un pequeño martirio. Era como perder la libertad que había logrado durante las vacaciones, y enfrentarme a otro cambio no deseado. Porque prácticamente cada año de primaria fue en un instituto distinto. Después del de Maracay hubo “primeros días” en Ciudad Bolívar, en Caracas, en colegios privados, en colegios públicos, hasta que se produjo uno que sentí diferente, cuando entré al Colegio Santiago de León de Caracas, en La Florida, para hacer el segundo año de bachillerato en el año escolar 1953-1954, cuando tenía trece años y cumpliría catorce en diciembre. Era el cuarto año escolar en que funcionaba el colegio (el primero había sido 1950-51, el segundo 1951-52, el tercero 1952-53 y, por tanto ese 1953-54 era el cuarto). Era todavía una institución muy nueva, y ese primer día de clases creí que se trataba de un colegio pirata, y que me habían puesto en él como castigo por ser un estudiante de poco rendimiento y muchos problemas. Me incorporaba al grupo que al fundar el Colegio (1950-51) había entrado a quinto grado, que en el 51-52 habían hecho el 6º, en el 52-53 el 1º de bachillerato y ya estaban en 2º. Por alguna razón misteriosa, a pesar de la sensación de que era un colegio pirata, me sentí bien y casi sin miedo. De mis primeros condiscípulos recuerdo, naturalmente, a mi primo y mejor amigo Federico Márquez (que, como yo, se incorporó después de la fundación), Martín Toro, Hernán Pifano, Jorge Cordido, Vicente Lecuna Casanova, Lope Miguel Mendoza, Edwin Shedd, Pedrito Ríos-Reina, Alexis Trujillo, Ramón Scovino, Enrique Faría De Lima, Aurelio Arreaza Calcaño, Pedro Maninat, Agustín Milá de la Roca, un muchacho Castellanos, otro Beltrán y algún otro que no me atrevo a nombrar porque mi memoria me ha llenado de dudas sin explicarme por qué. Éramos en total 18. En cuanto entramos al saloncito que era el de segundo año, Federico y yo nos ubicamos en dos de los pupitres de la última fila. A mi derecha se sentó un joven un poco mayor que nosotros, Edwin Shedd, y a mi izquierda, Federico. La primera clase fue de Castellano, de Preceptiva Literaria, y fue interrumpida por la visita de Rafael Vegas, que inició su gira por Tercer Año y la siguió por el Segundo, y al ver que Federico estaba en el fondo del salón, le ordenó que se cambiara para la primera fila, donde seguramente sería más fácil controlarlo, y a un joven Maninat (Pedro), que era más alto que la mayoría, que se sentara a mi izquierda. Con clara entonación y voz muy agradable dijo unas pocas palabras y, tan rápido como había llegado, salió del salón. Fue entonces cuando me pregunté, realmente preocupado, si no había ido a tener a un colegio pirata. Me daba cuenta de que funcionaba en una antigua casa de familia, y con la excepción de Federico, no conocía a ninguno de los que desde ese día serían mis condiscípulos. Varios de ellos eran hijos de amigos del doctor Vegas, especialmente de los que con él pertenecieron a la Generación del 28, y también los había de algunos de sus compañeros en el gabinete ejecutivo del Presidente Medina Angarita. Muchos habían entrado por la fama del ministro Rafael Vegas. Y algunos porque el nuevo instituto no era confesional ni pirata, y más de un padre pensó, con razón, que se perfilaba como un excelente Colegio. Pero también, en esos primeros años, los había como Federico Márquez y yo, expulsados o no readmitidos de Colegios importantes. En nuestros casos influía el que ambos éramos hijos de compañeros de Generación (del 28) de Rafael Vegas. En el mío, además, la recomendación de Julia y “Monseñor” Márquez fue determinante. Tanto Federico como yo éramos lo que Vegas llamaba “Niños-problema”, y en muchos casos, como el mío, quedó demostrado que el Colegio Santiago de León de Caracas y su fundador eran capaces de enderezar lo que parecía torcido. Y de enderezarlo de verdad. Pero ese día yo no tenía idea de cuáles eran las ideas del doctor Vegas ni creo que las hubiera entendido si me las explicaran, y sentí extrañeza por mi porvenir en un Colegio que bien podía ser pirata. Poco después, en el primer recreo vi una imagen de Rafael Vegas distinta a la que me habían pintado de psiquiatra loco y represivo: en vez de estar, como lo vi en la primera hora, supervisando a profesores y alumnos en un silencio que perforaba paredes, estaba rodeado de niños y jugando perinola (llamada en otras partes “balero” y en francés “bilboquet”). Era un jugador habilidoso y consumado, que evidentemente disfrutaba la compañía infantil y acompañaba cada nueva pirueta con una sonrisa de triunfo. Tiempo después, también lo vi jugar “yo-yo”, hasta con figuras. Y lo hacía muy bien. No pasaron muchos días sin que me diera cuenta de que los profesores del Santiago eran mucho mejores que todos los que había tenido hasta entonces: Reina Rivas de Barrios, que nos daba Castellano, era poetisa y escritora de libros para niños, que glosando el libro de Luis Alberto Sánchez nos enseñó casi todo lo que podíamos aprender del arte de escribir. Su esposo, Armando Barrios, el profesor de Educación Artística, era uno de los mejores artistas plásticos de su momento y no se conformaba con narrarnos la trayectoria del arte en el tiempo, sino que la ilustraba en el pizarrón con dibujos impresionantemente precisos y bien hechos. Luis Toro (que había trabajado con el doctor Vegas en los tiempos del Instituto de Reorientación de Menores), hermano menor de Elías Toro, era nuestro profesor de Biología, y fue tan eficiente que, a pesar de que ya entonces mi vocación de escritor y humanista se había hecho evidente, llegué a pensar en la posibilidad de estudiar medicina, lo que habría sido un desastre para la humanidad. Ramón Adolfo Tovar, que tiempo después sería un excelente profesor universitario y Académico de la Historia, era nuestro profesor de Geografía. Era entonces muy joven, y venía de estudiar en París. Ezequiel Camacho, muy amigo del profesor Tovar y también de primera categoría, nos enseñaba Historia, y con él aprendí no solo la Historia Universal que señalaba el programa del Ministerio de Educación, sino a amar y aprender de verdad la historia de la humanidad. De inglés era profesora Consuelo Torres, amable y correcta, egresada del Pedagógico, en donde le habían enseñado muy bien la teoría, pero no la pronunciación, falla que compensaba con creces con su personalidad y su enorme buena fe. A pesar de lo que había significado para el doctor Vegas la caída de Medina Angarita y la llegada de los adecos al poder en 1945, entre los maestros y profesores seleccionados por él hubo varios adecos, así como algunos comunistas, pues durante la dictadura perezjimenista los adecos y los comunistas estaban prácticamente vetados por el Ministerio de Educación por razones políticas. Aquello tuvo en mí un impacto importantísimo, que generó algo muy curioso: En las vacaciones entre el segundo y el tercer año, las de julio y agosto de 1954, sentía impaciencia por regresar al Colegio, y mi primer día de clases del curso 54-55 fue muy distinto a todos los demás: me encantaba estar allí y me sentía, de verdad, seguro y confiado, como en mi propia casa.

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