El fundador de la familia Bolívar en Caracas, y en Venezuela, fue un personaje muy especial. A diferencia de su descendiente el Libertador, parece que era corpulento, o por lo menos no era flaco, y tenía aspecto de leñador vasco, con todo lo que eso significa. Se llamaba (o lo llamaban) Don Simón de Bolívar, o Simón Bolívar el Viejo, nació en Vizcaya, en el País Vasco de España, en la Puebla de Bolívar, el 5 de marzo de 1532, hijo de don Martín Ochoa de Bolívar-Jáuregui y de la Rementería, y, naturalmente, de familia principal. A los veinticinco o veintiséis años se trasladó a las Indias Occidentales, específicamente a Santo Domingo, en donde se casó con doña Ana Hernández de Castro y nació su único hijo conocido, Simón Bolívar y Hernández o Simón Bolívar el Mozo, el que se casó en Caracas con Beatriz, hija de Alonso Díaz Moreno, una de las “siete hermanas, todas casadas, y con muchos hijos y nietos que son la mitad del pueblo y acostumbrados a no ser castigados, que no me puedo averiguar con ellos a causa de que la Audiencia les hace mucho favor porque son ricos”, del pleito famoso del gobernador y capitán general don Luis de Rojas y Mendoza, que con esa excusa trató de defenderse de las muchas acusaciones que le hicieron. Un año después de haber llegado al hermoso valle de Caracas, la iniciativa del gobernador Osorio lleva a don Simón el viejo a regresar a España con varios encargos que cumplió a cabalidad. Cuando volvió a Caracas traía en las faltriqueras la autorización para que se fundara un seminario, que será la semilla de la Universidad Central de Venezuela, la autorización para el escudo de armas de la ciudad de Santiago de León de Caracas, la eliminación del trabajo forzado (esclavitud) para los nativos, llamados indios, ciertos privilegios para el Ayuntamiento de Caracas y otras concesiones de la corona. También trajo, por desgracia, algo menos positivo: la autorización para que fueran comprados tres mil esclavos en África, con lo cual se inició uno de los tráficos más infames y terribles que haya conocido nuestro infierno. En 1593 fue designado Contador General de la Real Hacienda, cargo que desempeñó hasta que Sancho de Alquiza, gobernador de pésimas pulgas que lo destituyó en 1606 catalogándolo de “incapaz” (Sucre, Luis Alberto, “Gobernadores y capitanes generales de Venezuela”, p. 99) y no conforme con sacarlo del cargo lo metió preso (en la casa del propio gobernador, porque no había cárcel) y le confiscó buena parte de sus bienes, que sacó a fracasado remate, porque no hubo quien quisiera ser postor. Murió don Simón el 9 de marzo de 1612, justo cuando un nuevo gobernador, García Girón, revertía las corrientes represivas de Sancho de Alquiza. Bolívar el viejo, llamado por sus contemporáneos “El Procurador” o “El Vizcaíno”, fue campeón de muchas causas, entre otras de la construcción del convento de los dominicos en la actual esquina de San Jacinto. No puede haber siquiera soñado que frente al convento nacería su chozno, Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios, destinado a darle la libertad al continente, separándolo para siempre de esa madre España de la que él, el Vizcaíno, tanto consiguió en su muy famoso viaje. Y mucho menos podría haber imaginado que mucho tiempo después la moneda venezolana llevaría su apellido y sería destrozada por una dictadura infeliz y vendepatrias, fundada por un militarcito deleznable, demagogo, corrupto e incapaz, algo que en su tiempo nadie podía imaginar. De ese mismo tiempo fue el gobernador y capitán general don Diego de Osorio, que también fue excepcional en algo: vio premiado su buen gobierno. En 1597 fue designado Presidente (gobernador) de Santo Domingo, cargo que ejerció hasta 1601, año en el que es posible que haya muerto. Su hija Leonor María se casó con un tío paterno, don Antonio Osorio, y dejó sucesión en santo Domingo. Luego de Osorio ejercieron la gobernación y capitanía general de Venezuela don Gonzalo de Piña y Ludueña, fundador del cálido poblado de Gibraltar, en las costas del Lago de Maracaibo, don Alonso Arias Vaca, hijo de Arias de Villasinda, y uno muy especial: Alonso Suárez del Castillo, gobernador y capitán general de Venezuela entre 1602 y 1603. Suárez del Castillo fue muy especial por más de una razón. Si bien parece que fue dado a las obras públicas (Núñez, Enrique Bernardo, “La ciudad de los techos rojos”, p. 60), también se consideró a sí mismo un reformador de las costumbres de la villa, que encontró relajadas, por lo que dedicó su tiempo a “castigar delitos que habían quedado impunes” (Sucre, Luis Alberto, Op. Cit., p. 95) y a ejecutar sentencias que él mismo había dictado como juez, fiscal y defensor al mismo tiempo. Murió cerca de Barquisimeto a mediados de 1603. Antes había pasado por El Tocuyo en donde hizo “un exemplar castigo al Capitán Diego de Losada delincuente y fascineroso y otros que lo eran” (no se trata del fundador de Caracas, sino de su hijo, que no se caracterizó por ser nada dócil ni pacífico). Era lógico que ese vengador errante no muriera de neumonía a los noventa años de edad. Su atribulada viuda, en carta llena de adulancias, asegura al rey que a su marido, “gobernador que fue de la gobernación de Venezuela le acabaron la vida en servicio de vuestra Magestad después de hauer hecho Justicia del Capitán Diego de Losada” (Ibídem) y solicita que se le provea de una ayuda de costa para poder volver a Madrid a “echarme a esos Reales Pies”. Da escalofríos imaginar la justicia que imponían los reales pies, cuyo olor debía ser repugnante. Antes de morir de hierbas, don Alonso Suárez del Castillo inició la construcción del Camino Viejo de la Guaira y el empedrado de esas calles que van de Norte a Sur de la pequeña ciudad fundada por el padre de aquel cuya muerte él aceleró. Luego de un interinato ejercido por los alcaldes Tomás de Aguirre y Rodrigo de León, fue nombrado gobernador don Francisco Mejía de Godoy, que ejerció el cargo entre 1603 y 1606 y que fue sucedido por el terrible Sanchorquiz, Sancho de Alquiza, que además de dejar su nombre a un espacio del viejo camino de los españoles entre La Guaira y Caracas, con sus muchas arbitrariedades entre 1606 y 1611 sentó las bases para que Venezuela se convirtiera, en 1810, en adalid de la libertad y la Independencia. Eso sí, muy involuntariamente.
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