Coro no es primogénita de nada, pero fue la primera capital de la provincia de Venezuela, la verdadera madre de todas las poblaciones venezolanas. Se fundó en tierras de los llamados “curianos” con el nombre de Santa Ana de Coro, en 1527 o 1528, es decir, seis o siete años después que Cumaná. Poco tiempo antes, en 1519, Carlos de Gante, el hijo de Juana la loca y nieto de Isabel y Fernando, el emperador Carlos V de los germanos y Carlos I de los españoles, había promulgado una ley en la que se establecía “que (las Indias) siempre permanezcan unidas para su mayor perpetuidad y firmeza”, y prohibía que algún territorio de los recién descubiertos fueren separados de la corona de Castilla. Era, pues, la decisión de que aquellos vastísimos espacios siempre estuvieran gobernados por los reyes españoles. Es muy posible que los conquistadores hayan quedado impresionados por la belleza del sitio, en el que hay a la vez mar, desierto y selva, además de alguna corriente de agua dulce que baja de la cercana serranía. Alguno de ellos debe haber pensado, como Colón, que estaba en el Edén. No es para menos. Su fundador fue Juan Martínez de Ampíes o Ampiés, “natural del reino de Aragón, Factor de la Real Hacienda y regidor en la ciudad de Santo Domingo (…) nombrado por Real Cédula de 17 de noviembre de 1526 para que, gobernando la tierra, impidiera en las costas corianas los abusos y tropelías que tan frecuentemente cometían, en aquellos lugares, los salteadores de esclavos” (Sucre, Luis Alberto, “Gobernadores y capitanes generales de Venezuela”, p. 9). Los legítimos ocupantes de aquellas tierras, los “curianos”, no las tuvieron todas consigo y optaron por refugiarse en lo que hoy se conoce como Serranía de San Luis, cuando llegaron los barbudos con cuerpos de hierro y varas que mataban a los hombres. Y era también la época de los “Belzares”, o sea los Welser, cuando Carlos V (Carlos I de España) cedió, en algo muy parecido a un arrendamiento, el territorio occidental de lo que hoy es Venezuela a la casa bancaria de esa familia de Augsburgo, en marzo de 1528. Los Welser se obligaron a fundar dos ciudades, construir tres fortalezas, armar cuatro navíos y llevar a trescientos hombres españoles y cincuenta mineros alemanes a las Indias, a cambio de lo cual podrían llevar a los nuevos territorios caballos y yeguas, podrían subyugar indios y llevar esclavos negros a las minas, además de que no pagarían impuestos sobre la sal ni el quinto real sobre los metales que obtuvieran, sino un décimo, durante los primeros cuatro años, que iría aumentando paulatinamente hasta convertirse en el quinto a los diez años. Aquellos teutónicos arrendatarios nombrarían gobernadores, pero con la aprobación de la corona, y tendrían que someterse a la jurisdicción de la Audiencia de Santo Domingo, aparte de que debían responder por sus acciones ante los cabildos. La administración de la Hacienda Pública quedaba en ma¬nos de tres oficiales reales nombrados por la corte. Los Welser se contaban entre las familias más ricas de Europa, su¬perada en Alemania únicamente por los Fugger (Fúcares), que debían ser algo así como un cruce de los Rockefeller con Bill Gates y la familia real de Arabia Saudita. El primer gobernador “Belzar”, Ambrosio Alfínger, llegó a Coro sin documentos que lo acreditaran, por lo que el gobernador español Juan de Ampíes (dejémosle el tilde en la “í”, aunque parece que era “Ampiés”, ambos pies, por lo patones), se negó a entregarle el mando. Al alemán le importó poco: simplemente echó a Ampíes a patadas por el trasero, porque le daba su muy alemana gana, y asumió el poder. La historia de esos rubios inquilinos, aunque corta, es complicadísima. Míser Ambrosio fue uno de los primeros dictadores en nuestras tierras, si no el primero. Le interesaba conseguir riquezas, y se dice que una vez viajó a Santo Domingo a esconder las muchas que había logrado gracias a un periplo que hizo hacia el Lago de Maracaibo, en donde dejó una ranchería antes de regresar a Coro con las fuerzas muy disminuidas. Vivió hasta mediados de 1531, cuando cayó en una emboscada en Chinácota, en la actual frontera de Colombia y Venezuela. Lo sucedió por un período muy corto el capitán Luis Sarmiento, que en 1530 entregó el mando a Hans Seissehoffer, llamado por los españoles Juan Alemán (es de suponerse que no podían pronunciar aquel apellido teutón, que mal pronunciado por un extranjero en Alemania puede prestarse a un fétido malentendido) o Juan el Bueno. El tal Alemán o Bueno, combinación que algunos malintencionados dicen que no fue muy frecuente en aquellos días curianos, llegó a su cargo porque era pariente cercano de los “Belzares”, y el cognomento de “Bueno” se lo ganó, según Luis Alberto Sucre, porque “trató de mejorar la dura vida que se llevaba en aquella ciudad” (Sucre, Luis Alberto, Op. Cit. P. 14). Apenas gobernó un par de semanas, pues el terrible Alfínger se le presentó y reclamó su mando, que el bueno de Juan entregó sin mucha discusión y quién sabe si con un suspiro de alivio. Alfínger, en busca de oro, viajó de nuevo, y pasó a ser jefe Nicolás Federmann, otro germano que entró a la pequeña historia por su crueldad y que terminó peleado a muerte con los Welser. Fue sucedido por ¡Míser Ambrosio Alfínger! cuando ejerció el mando por tercera y última vez poco antes de encontrarse con la muerte, que dejó en el poder a Bartolomé de Santillana o Bartolomé Sayler, que nos encontraremos otra vez muy pronto. Después gobernaron los alcaldes Francisco Gallegos y Pedro de San Martín, hasta que tomó posesión Rodrigo de Bastidas, nombrado por la Audiencia de Santo Domingo en medio de la más terrible oscuridad. Bastidas era obispo de Coro y al poco tiempo de ser también gobernante civil se enfermó y se fue del sitio, no sin antes llevarse, como presos, a Gallegos y San Martín que habían abusado del poder como para que la gente añorara a los teutones. Ya gobernar estas tierras se hacía complejo y hasta peligroso. Quedó encargado del poder el capitán Alonso Vásquez de Acuña, que para evitarse prisiones y más tinieblas se limitó a entregárselo a Georg Hohermuth, que ha entrado en la Historia con el nombre de Jorge de Espira por haber nacido en Speyer. Con él llegaron a las costas de Venezuela hombres como Sancho Briceño y Francisco Infante, que tendrían gran figuración y mucha descendencia en el país. Espira gobernó con algunas interrupciones entre 1535 y 1540, y, para no ser demasiado original, dedicó grandes esfuerzos a buscar riquezas en el interior de los territorios que le habían sido encomendados. En junio de 1540, en viaje hacia Barquisimeto, enfermó y murió. Habían tenido el mando, en rápida sucesión, Federmann y Francisco Venegas, que también murió en ejercicio del poder y fue sucedido por Pedro de Cuebas, mientras la población se dedicaba a quejarse de los abusos de los gobernantes. Después vendría el Licenciado Antonio Navarro, de quien cuenta el cronista/poeta Juan de Castellanos, Cura de Tunja “El cual por más autorizar su mando / Ahorcó dos soldados en llegando”. No es difícil explicarse el porqué de que la población se le alzara con todas las de la ley, ni que todos se alegraran cuando se topó con su propia muerte en una tormenta, en 1538. Entonces, en lo que más parece la narración de un partido de baloncesto que de una sucesión de hechos históricos, Espira volvió a asumir la gobernación, que entregó a Rodrigo Bastidas, quien a su vez se la pasó a don Juan de Villegas, conquistador y poblador, hidalgo segoviano, antepasado directo de Simón Bolívar y fundador de Nueva Segovia de Barquisimeto. A Villegas lo sucedieron Bastidas y Diego de Boisa, a quien sucedió Enrique Rembolt, de quien volveremos a tener noticias también pronto, pero entonces ya la Historia se habrá ido hacia Caracas y los Welser se habrán convertido en historia... ¡Uf! De todo eso lo único indiscutible es que Coro, además de su importancia histórica, es uno de los sitios más bellos de nuestra tierra.
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