Un cuento de Antonio Arraíz (“No son blancas las Bejarano”) contribuyó a que casi todo el mundo creyera que era cierto que tres hermanas, reposteras, de Caracas, habían sido las protagonistas de un famoso pleito por la aplicación de la Real Cédula “Gracias al Sacar” (que permitía a los no blancos ascender de categoría social mediante el pago de una cierta cantidad). Según la conseja, las hermanitas Magdalena, Eduvigis y Belén, dueñas de la receta de las Tortas Bejaranas, trataron de convertirse en blancas. Lo cierto es que el conflicto no tuvo nada que ver con “las” Bejarano, sino con “los” Bejarano, varones, hijos de unas Bejarano, que trataron de ascender a blancos y casi lo logran, a no ser porque el Ayuntamiento de Caracas, dominado en forma absoluta por los blancos criollos, “mantuanos” o aristócratas locales, se opuso en forma violenta a la decisión de Madrid. Entre los argumentos de los mantuanos el más característico decía “Dígnese V.M. considerar: ¿Cómo es posible que los Vecinos y Naturales blancos de esta Provincia admitan a su lado por individuos de su clase para alternar con él a un mulato descendiente de sus propios esclavos o de los de sus padres? A un mulato que puede señalar sus parientes en cualquier servidumbre? Y a un mulato de un nacimiento afeado por un encadenamiento de bastardías y torpezas?”. En la realidad sí hubo unas Bejarano, que no se llamaban Magdalena, Eduvigis o Belén, sino María Encarnación, María Gracia y Juana Antonia, hijas del Capitán Francisco Bejarano, hijo de Don Juan Bejarano, español y blanco, que en Caracas se casó con Juana Sabino, que no era blanca, por lo que sus hijos pasaron a la clase de los pardos, y su hijo, el capitán Francisco Bejarano se casó con Antonia Landaeta, mulata, por lo que los descendientes de don Juan quedaron definitivamente clasificados como mestizos. Juana Antonia Bejarano, nieta de don Juan, se casó con Diego Mejía Bejarano (cuyo apellido real era también Landaeta) y fueron los padres de Lorenzo Mejía Bejarano, que quería ser cura y al pedir entrada a la Universidad, usurpó el título de “Don”, razón por la cual se armó la grande. Su padre, Diego Mejía Bejarano, había pedido la aplicación de la Real Cédula de Gracias al Sacar y había sido declarado apto con su descendencia para emprender estudios religiosos que estaban limitados a los blancos. También otro hijo de una Bejarano quiso ser militar y se lo negaron de plano. El lío rebasó el plano local y hasta llegó al nivel del Rey, que displicentemente otorgó la razón a los mestizos porque habían pagado. Para hacer el cuento corto, en cuanto se supo que la corona había autorizado al pardo Mejía Bejarano a ser blanco, el Ayuntamiento formó un verdadero follón, exigió que no se permitiera tamaño despropósito, y logró que el Claustro de la Universidad rechazara al joven Mejía Bejarano. Apenas seis años antes de la Independencia, en 1805, todavía estaba aquel pleito vigente. No se había resuelto cuando se produjo la Batalla de la Victoria, el 12 de febrero de 1812, que por la muerte de un gran número de estudiantes obligó al Claustro a permitir la entrada de pardos, como para que el pobre Mejía Bejarano diera por terminadas sus cuitas. Llama la atención que la defensa a ultranza de sus odiosos privilegios por parte de los mantuanos, fue lo que hizo que sus hijos, Simón Bolívar, José Félix Ribas, Francisco Javier Ustáriz, los Salias, los Tovar, etcétera, acabaran con todos los privilegios y proclamaran la república, igualitaria y democrática hasta donde se podía ser democrático en aquel tiempo. Luis Morales Bance me había propuesto que hiciéramos una ópera que terminara con tambores, porque la directiva del Teatro Teresa Carreño, controlada por José Antonio Abreu, se había negado a que se presentara en su sala el Grupo Loango, de San Felipe, dirigido por Miguel Ángel Castillo, alegando que en ese teatro no podía presentarse un espectáculo de negros. Decidimos que el tema sería la historia de las Bejarano, y de inmediato me puse a investigar sobre el tema, y en un libro de historia (Rodulfo Cortés, Santos: EL RÉGIMEN DE “LAS GRACIAS AL SACAR” EN VENEZUELA DURANTE EL PERÍODO HISPÁNICO, I, Academia Nacional de la Historia, Caracas, 1978) encontré todo lo relativo al tema. Entre 1979 y 1982, en Maracay, escribí el libreto, basado en la leyenda que es mucho más divertida que la verdad: No fueron las Bejarano las que pidieron dispensa de su condición de mestizas, sino sus maridos para sus hijos. Pagaron lo estipulado por la Real Cédula, la corona los dispensó y les permitió lo que pedían, pero los “mantuanos” del Ayuntamiento se opusieron y el asunto debió ser resuelto por el Rey, que decidió en favor de los solicitantes para horror de los mantuanos. Pero para la ópera inventamos una nueva la leyenda. En mi libreto las Bejarano y su entorno, que eran los de las clases inferiores de la época colonia, hablaban en versos de seis sílabas, como los de muchos aguinaldos y villancicos populares, los mantuanos en versos de ocho sílabas (como mucha de la poesía romántica española) y el rey en verso libre porque le daba la gana. Las Bejarano de nuestra ficción, al recibir la primera autorización del rey para asistir a un concierto (nos cuidamos de que no se tratara de misa, para no meternos con la iglesia) hablarían mezclando sílabas de seis y de ocho, todas confundidas, e irían “cursilizándose” a medida que avanzara la ópera. Tanto los textos como la música de las aspirantes a blancas debían ser deliberadamente cursis, y el conjunto debía ser lo más divertido posible. La ópera empieza en la “repostería” de las dos (no tres) hermanas con un tema muy divertido que dice: “Tortas Bejarano / son cantos de amor / que les preparamos / con el corazón”, algo que reventaría cualquier cursilómetro. Los elegantes asistentes al “teatro” al que las hermanas querían entrar eran vistos por el público solamente de espaldas, con sus pelucas y sus mantos sobrios y discretos, en tanto que a los lados estarían las esclavas con sus trajes de colores vistosos. Y al final, cuando después de muchas peripecias las hermanas lograban por fin que las admitieran en el teatro, los mantuanos con sus pelucas y sus mantos se volteaban y ¡todos eran negros y mestizos!, y terminaban bailando tambor en el escenario del auténtico teatro, con lo que lográbamos el propósito de un baile de tambores ejecutado por el Grupo Loango, en el escenario de Teatro Teresa Carreño. Pocas veces en mi vida me he divertido tanto como en aquellas sesiones en las que Luis y yo intercambiábamos ideas e imaginábamos lo que después vimos convertido en “ópera criolla”. En julio de 1987, cinco años después de terminado el libreto, la ópera se estrenó con gran éxito de público en el Teresa Carreño. Pero Abreu, convertido en ministro de Cultura en el gabinete de Carlos Andrés Pérez II, y su combo, se vengaron de nosotros en cuanto pudieron: no solamente vetaron a los cantantes que participaron en el estreno, sino que no mucho después le quitaron el subsidio a Solistas de Venezuela, que dejó de existir a pesar de la inmensa labor que había hecho desde su fundación en 1977. Ese claro abuso de poder fue uno de esos casos en los que la democracia venezolana no resultó nada ética, ante la vista gorda de los poderosos, muy parecidos a los mantuanos de la época colonial. Algo que inevitablemente llevó a la muerte del sistema democrático y a todo lo que hemos tenido que padecer desde 1999.
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