Manuel Felipe Tovar fue el último mantuano con mando, o el primer mantuano en gobernar el país independiente y soberano después de Simón Bolívar. Su actuación como gobernante fue tormentosa y desembocó en una auténtica guerra civil. La tormenta que lo empapó se inició cuando Julián Castro, caudillete de cuarta categoría, petareño nacido posiblemente, en 1810, se convirtió el Presidente por un golpe de estado que en el fondo nadie quería dar. Era de origen humilde y solo recibió una educación muy rudimentaria. Fue el primer gobernante venezolano que no tuvo ninguna forma de participación en la Independencia. Fue uno de los secuaces de Carujo en el arresto del doctor José María Vargas. En 1836 asesinó en Cumaná a Francisco Sucre y fue hecho preso, pero apenas un año después consiguió que lo dejaran en libertad. En 1843 legalizó su concubinato con una hija natural de José Laurencio Silva y se reincorporó al ejército, como paecista. Participó en la campaña de Páez contra Ezequiel Zamora en 1846 y fue enviado a Curazao en 1848 para espiar a Antonio Leocadio Guzmán. Luego le dio la espalda a Páez y peleó en su contra en agosto del 49. En 1857 fue designado por Monagas gobernador de Carabobo, y terminó traicionando también a Monagas para convertirse en cabeza visible de aquella insurrección de los mediocres que, sobre una base endeble, se apoderó del gobierno en marzo de 1858. Bien se le puede definir con dos palabras: mediocridad total. El (des)gobierno de Julián Castro fue uno de los menos felices de la historia del país, aunque a la larga no ha sido ni siquiera el peor. Basta con entender que, en el fondo, fue el detonante de la llamada Guerra Federal o Guerra Larga, pero no por sus acciones, sino por su torpeza. Pretendió fusionar conservadores y liberales, algo que no llegó a durar tres meses, y el 7 de julio de 1858 fueron expulsados del país Antonio Leocadio Guzmán, Ezequiel Zamora y Juan Crisóstomo Falcón, que se instalaron en Saint Thomas a preparar las acciones militares que llevarían al pobre país de Bolívar al mismísimo infierno. Hubo unos “juicios de responsabilidad civil” (tal como se haría en 1892 contra los “continuistas,” y en 1945, los de la “revolución de octubre,” contra los “tachiristas” y la gente de Medina y López Contreras), que no terminaron en nada (tal como los otros). Hubo también, en julio del 58, unas “elecciones” con pretendido sufragio universal para una “Convención Constituyente,” en donde fueron elegidos, quién sabe cómo, representantes mayoritariamente “oligarcas” o “godos”. Valencia fue el escenario de una Convención nada favorable al porvenir de los pueblos. La contienda que se veía venir se planteaba en términos de federalismo contra centralismo, aun cuando nadie sabía con propiedad de qué se trataba ni qué era el federalismo ni qué era el centralismo. Mientras en el Occidente se armaba la guerra, en el centro se armaba el desorden. Julián Castro renunció a la presidencia alegando estar enfermo (julio del 59) y asumió el poder en pleno el último mantuano, Manuel Felipe Tovar, auténtico “godo” de la vieja escuela, civilista, honestísimo y muy bien intencionado, pero que en el fondo de su alma no logró pasar nunca de las ideas de la primera generación independentista, la anterior a Bolívar y Ribas, que veía con malos ojos toda revolución social, aún la más tímida, y hubiese preferido quedarse en la simple seguridad de que podían comerciar con quien quisieran y no recibirían Reales Cédulas ni mandatos obligantes de una lejana capital europea. Tovar llamó al gobierno nada menos que a José Antonio Páez, a Carlos Soublette, a Pedro José Rojas (el hombre de confianza de Páez) y a tres liberales connotados, pero entonces, sorpresa, Julián Castro se sintió curado y reasumió el mando, aunque no el poder. Organizó un gabinete exclusivamente liberal, en donde la figura principal era el licenciado Francisco Aranda, abogado y hacendista nacido en Caracas en 1798 que en 1830 acompañó a Antonio José de Sucre en el último intento de convencer a los venezolanos de no separarse de Colombia. Julián Castro, con Aranda como personaje central de gobierno, trató de llevar adelante una política conciliadora, liberó a los federalistas presos y, en una alocución, declaró que el gobierno se haría federalista, por lo cual fue depuesto y arrestado, enjuiciado por traición (abril a julio de 1860) y declarado culpable. Sin embargo, no cumplió pena alguna, sino que se fue al exilio por once años. Mantuvo el triste “record” de ser el peor presidente de Venezuela hasta el siglo XXI, cuando por fin aparecieron dos peores. Nadie sabía qué estaba ocurriendo en realidad en el país. Solo era seguro que el 20 de febrero de 1859 el comandante Tirso Salaverría había proclamado la guerra en nombre de la Federación, en Coro, y que dos días después el general Ezequiel Zamora desembarcó en La Vela, la misma ciudad que inició la guerra contra la primera República y el mismo puerto por donde entró y fracasó Francisco de Miranda. Era como si la historia se mirara en un espejo deformante, que la hacía más pequeña. Casi inexistente. Ido Julián Castro hay momentos de indecisión, surge un gobierno provisorio por unas horas, asume el poder Pedro Gual como Primer Designado y, finalmente, se hace cargo del gobierno Manuel Felipe Tovar, que era Vicepresidente de la República y que luego será elegido presidente constitucional para el período 1860-1864. Se da de nuevo la paradoja de que los principales enemigos del gobernantes son los que debían ser sus partidarios. Páez, a través de su testaferro Pedro José Rojas, se convierte en el más encarnizado enemigo de Tovar, mientras la guerra civil invade como una terrible enfermedad todo el país. Los militares, por su parte, conspiran abiertamente contra el poder civil y hablan de una “dictadura ilustrada.” Tovar, que hace un esfuerzo sobrehumano por mantenerse apegado a las leyes y buscar el oxígeno civilizador, nombra a Páez comandante del ejército, cargo que ocupa hasta que renuncia el 19 de mayo del 61. Al día siguiente el presidente Tovar decide renunciar para que su nombre “no sirva de pretexto a la prolongación de la guerra” y se va definitivamente del país. Morirá en París a los sesenta y tres años, pues nació en Caracas el 1º de enero de 1803 y murió el 21 de febrero de 1866. En otro ambiente habría sido un excelente gobernante, civilizado y civilizador, pero en aquella selva que le tocó vivir, difícilmente podría haber pasado de domador de hipopótamos, látigo en mano, y nunca quiso asumir ese papel. El 20 de mayo de 1861 Pedro Gual sustituyó en la presidencia a Manuel Felipe de Tovar y, en un esfuerzo más o menos inútil por complacer a Páez, nombró a Ángel Quintero ministro de Relaciones Interiores y a Carlos Soublette de Guerra, tras lo cual Páez aceptó de nuevo la comandancia del ejército para combatir a sus fieros enemigos, los federalistas. Y para conspirar. Pero, como en una conocida canción mexicana, “ya estaba escrito que aquella tarde moriría mi amor”. Gual trató de evitar lo inevitable, la Guerra Federal empezó sin que nada pudiera detenerla. En ella solo hubo dos batallas propiamente dichas: la primera, la de Santa Inés, la ganaron los federalistas, que ganarían la guerra, y la segunda, la de Coplé, la ganaron los centralistas, que la perderían. Hacia el final, los centralistas dominaban casi todo el territorio y parecían destinados al triunfo, mientras que los federalistas apenas se sostenían, sus principales hombres estaban exilados y, sin embargo, triunfaron. Quizá lo más notable de ella fue su música, sus canciones, que circularon por todo el continente. Fue “federal” porque los enemigos de los que la ganaron se dijeron centralistas, y a pesar del nombre de larga o de Guerra de los Cinco Años, como guerra propiamente dicha duró apenas un año, tras el cual los que tres años después la ganaron, apenas actuaban en guerrillas, estaban perdidos y hasta en el exilio. Casi no fue, pues, ni guerra, ni federal, ni larga, aunque sí absurda y terrible. En fin, eso no lo entiende nadie.
NOTA PERSONAL: Manuel Felipe Tovar era hermano de mi tatarabuelo, Fermín Tovar, músico (violinista) y muy alejado de la política. Que me perdonen mis parientes.
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