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JUAN VENE |
IGNACIO SERRANO
Qué alegría saber que Dámaso Blanco y Juan Vené estarán en el Salón de la Fama del beisbol venezolano a partir de 2014, cuando se concrete la entronización que el Comité Histórico decidió esta semana. Qué tristeza que los miembros del Comité Contemporáneo no hiciéramos justicia con los candidatos que nos presentaron y falláramos en elegir al menos a un nuevo inmortal, para acompañar a Dámaso y Juan. Qué mezcla de sentimientos esta, la que nos aborda desde el jueves y nos acompaña al escribir esta columna. A Juan lo llevábamos en el transistor escondido bajo la almohada, noche a noche, en sus inolvidables relatos desde el Shea o el Yankee Stadium. Las pocas veces que pasaba la hora del juego y no sonaba el Take me out to the ballgame, la canción que marcaba el inicio de la transmisión, nos íbamos a la cama con la desazón de no haber disfrutado del postre. Oyéndole, aprendimos a anotar rústicamente, en cuadernos a los que trazábamos rayas verticales para improvisar boxscores, y luego en las hojas que fotocopiábamos, tras el invaluable regalo que nos hizo una tarde de domingo José Aníbal Manzo, cuando nos enseñó a anotar en el estadio Universitario. Teníamos 12 o 13 años de edad y ya vislumbrábamos nuestro futuro: no sólo ser periodistas; ser Juan Vené. Años después entablamos relación, conocimos de su carácter y bebimos su palabra. También disentimos, porque hay aspectos del juego y de sus protagonistas que no compartimos, lo que verdaderamente es una fiesta, ya que saberlo es otra oportunidad para recordar las razones de nuestra admiración inicial, jamás marchita. Ha sido un periodista fundamental en América Latina, con un brillante desempeño como columnista, reportero, hombre de radio y TV. Hoy no estaríamos escribiendo estas líneas si no nos hubiera dado la bienvenida tantas veces: “¡Salud, amigos, qué tal, fanáticos, el deporte vuelve a unirnos!”. Gracias, Juan.
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