Blog de Víctor José López /Periodista

miércoles, 4 de marzo de 2020

MIS AMIGOS GUERRILLEROS Por Eduardo Casanova

Eduardo Casanova

Muchos de mis amigos de la adolescencia fueron comunistas, algunos independientes o copeyanos y muy pocos (apenas dos) adecos. Varios de mis amigos comunistas se dejaron tentar en aquellos días por la idea de que podrían hacer una verdadera Revolución mediante la lucha armada, como la hicieron en Cuba Fidel Castro y sus famosos barbudos. No pasaba de ser un error fomentado por la maldad de algunos que a la larga le hicieron un gran daño a Venezuela, y en especial a la juventud de aquellos tiempos, una idea que podría calificarse de romántica y hasta suicida, un plan absurdo que no tenía en cuenta las inmensas diferencias que existían entre la realidad de Cuba y la de Venezuela en ese momento y a lo largo de la historia de ambos países. Los barbudos se enfrentaron a una dictadura militar corrompida e impopular, los de Venezuela lo harían a un gobierno civil elegido mediante voto universal, directo y secreto en elecciones libres, un gobierno que era aprobado y sostenido por la gran mayoría de los venezolanos, hasta los que habían adversado al Presidente Betancourt en las elecciones, y que tenía muy pocas manifestaciones de corrupción. Cuba, a lo largo de su historia, no había conocido en realidad la democracia, ni siquiera fue capaz de independizarse de España sino que su Independencia fue producto de la política norteamericana, Venezuela, en cambio, fue uno de los grandes centros de la Independencia de la América española, y lograda la emancipación, una de sus luchas fundamentales fue por la imposición de la democracia, que se logró en 1936 y se ratificó con fuerza en 1945 y 1958. De modo que tratar de lograr una “Revolución” como la cubana en Venezuela era una aventura impopular, antihistórica, que se enfrentaría a todo tipo de dificultades. De eso tuve una demostración inequívoca en las elecciones de 1958. A pedido del Doctor Elías Toro, uno de los seres humanos por quienes he sentido más afecto en mi vida, padre de uno de mis mejores amigos, Martín Toro, yo me había inscrito en Integración Republicana, una agrupación centrista, quizá conservadora, que se negaba a llamarse partido político, y cuyo objetivo inicial fue lograr que las fuerzas democráticas presentaran un frente unido en las elecciones, y que, fracasado ese objetivo a causa de la negativa de Copei y URD a aceptarlo, cometió el error de apoyar una de las candidaturas, la de Copei, y lanzarse a buscar que por lo menos dos de sus jefes (Elías Toro e Isaac J, Pardo) se convirtieran en diputados. En eso andaba yo, con mi primo hermano y amigo Carlos Julio Casanova y otros dos, a bordo de una destartalada camioneta gris “de panadero” con dos altoparlantes en su techo, recorriendo la carretera de Petare hacia Caugagua, voceando consignas para pedir a la gente que votara por Integración Republicana, cuando decidimos pararnos en una bodeguita en la entrada de Araira a tomar algo para refrescarnos. Yo les contaba a mis acompañantes que mi padre estuvo preso en el lugar como estudiante del 28, en tiempos de la dictadura de Juan Vicente Gómez, cuando de repente nos encontramos rodeados por varios campesinos armados de machetes, que nos miraban con caras de pocos amigos. Uno de ellos, sin duda el líder, nos preguntó que si éramos comunistas. Le respondimos que no, que éramos de Integración Republicana, un grupo democrático muy lejano al comunismo, y de inmediato vimos cómo bajaba la tensión. El hombre nos dijo que ahí (en Araira) no podían entrar los comunistas porque los iban a echar a plan de machete. Y el asunto se solucionó del todo cuando Carlos Julio pidió cervezas para todos. Ya, cerveza en mano, el líder de los campesinos nos hizo saber que casi todos ellos, menos dos, eran adecos (los otros dos eran copeyanos), y que detestaban a los comunistas, a quienes consideraban patiquines y “culitos abrillantados”. A él no le gustaba la candidatura de Caldera, pero la prefería a la de Larrazábal. Pasado el trance, decidimos regresar a Caracas y no seguir perifoneando ni buscando votos en una zona en la que, obviamente, no los conseguiríamos. Pero me quedó claro que el comunismo no era nada popular en las zonas rurales, en donde los adecos tenían una abundante mayoría. Y cuando algunos de mis amigos me invitaron a participar en la “revolución” al estilo cubano que se proponían hacer en las zonas rurales de Venezuela, se los dije: no se le veía mucho futuro a esa “revolución”, que tendría que pelear contra el ejército por un lado y contra los campesinos por el otro. Se molestaron conmigo, al extremo de poner una bomba en el garaje de mi casa (supongo que algún exaltado indignado porque yo, en lugar de ser comunista, me había inscrito en Integración Republicana y además a los que soñaban con una revolución a lo Fidel Castro les auguraba un sonoro fracaso), aunque ninguno de mis amigos dejó de serlo en lo más mínimo. Varios de ellos se incorporaron con ardor juvenil a la lucha armada, María Antonia Frías, Alonso Palacios, Edgar Rodríguez Larralde, Eduardo Pozo, Juan Carlos Parisca, en diversos niveles de compromiso, y a la larga a todos les fue mal. Varios tuvieron que resignarse a no completar sus estudios universitarios, y dedicarse a oficios más bien subalternos porque los había dejado el tren. Todos sufrieron la mordida del fracaso y más de uno la de la ingratitud de su propia gente, y en definitiva, todo aquello fue una gran locura que no le hizo ningún bien al país. A muchos exguerrilleros que no conocía en aquellos años, sino se relacionaron conmigo después del fracaso, les había ido tan mal o peor que a los amigos de adolescencia. Uno de ellos, el “Nono” Sucre, que se hizo muy amigo mío en Maracay, no pudo completar sus estudios de letras y enviudó durante el proceso. Otro, Marcos Salazar, que fue chofer de Moisés Moleiro, se convirtió en un aventurero y hasta un estafador. El capitán Pedro Medina Silva (Perucho Medina), uno de los jefes del “porteñazo”, sobrevivió como vendedor de seguros hasta que fue estafado vilmente por uno de sus antiguos amigos, que lo dejó en la ruina, una ruina de la que solo salió gracias a la bondad y generosidad de dos buenos amigos míos: Alejo Urdaneta y Carmen María Trenard, abogados encargados de “ejecutarlo”, pero que en vez de hacer lo que la entidad bancaria (Cavendes) les ordenó hacer, decidieron asesorarlo y ayudarlo a salir del pantano en donde estaba entrampado. Murió pobre, pero con dignidad, y, por cierto, nada amigo de los chavistas. La inmensa mayoría de ellos vio cómo se le iba la vida por un albañal, sin el más mínimo éxito, y hasta con sonados fracasos personales, mientras que muchos de los que los habían embarcado en aquella aventura sin porvenir flotaban tranquilamente en la política como si no hubieran quebrado en plato. El gran culpable de todo, Fidel Castro, vivió en un mar de poder y comodidad, y finalmente alcanzó que quería: se puso en las riquezas de los venezolanos para paliar el hambre en que sumió a los cubanos. Lo consiguió sin disparar un tiro, gracias a la condición de vendepatrias de los seguidores de un militarcito demagogo, resentido, corrupto e inepto y sus seguidores, que seguramente en la década de 1960 no habrían participado en la lucha armada venezolana, pero no por razones morales, sino por cobardes.

1 comentario:

EDGAR dijo...

Un gran Abrazo, Eduardo. Muchos recuerdos.