Ecos de cornetas tamizan en las bocacalles, la luz solar zigzaguea entre la piel y el asfalto, un escalofrío hirviente baja por los brazos y galvaniza en los ojos. El mediodía parece medianoche con oscuridades que rondan la región pectoral en medio de una película iniciada hace bastante tiempo con muchos actores que no entendían que la solución de un país está muy lejos de la mano dura de los “salvadores de la patria” y de otros que prefirieron escurrir su responsabilidad al renunciar a su compromiso como diputados y senadores del finado Congreso de la República. El tiempo siempre esclarece enredos e imágenes borrosas, ahora quizás muchos reconozcamos errores y otros tantos seguirán firmes en su terquedad. Sólo que esta circunstancia venezolana está plagada de mucho dolor, heridas profundas, hambre, desnutrición y muerte infantil; cotas infranqueables de una reflexión pendiente que nos persigue por cada segundo de cada día, de cada sonrisa que se desvanece en la niebla de varias lágrimas acumuladas en el rabillo de los ojos.
   Las voces suenan más fuerte que el eco de las chicharras, que las bocinas de los camiones en la Panamericana, conllevan las voces de muchos atropellados, desgarrados, vejados bajo las garras de un monstruo cínico que continúa presentándose como humanístico. La mirada solo llega hasta unos doscientos metros, pero la intensidad, la elocuencia, el coraje de las personas se desborda y transmite la sensación, la certeza de que somos muchos más que están por venir, o que ya cantan en la via: “¿Quiénes somos? ¡Venezuela! ¿Qué queremos? ¡Libertad! “A medida que avanza el mediodía, la mirada encuentra más vericuetos en el laberinto de la muchedumbre creciente, que la semana anterior era menor, y que en el transcurso de los días se siente crecer como el advenimiento de una flor acelerado por recursos fotográficos, en esta ocasión los recursos proceden de la urgencia de un pueblo por sobrevivir, por empezar la reconstrucción, por trascender la puerta final de una noche de pasadizos tenebrosos, amargos, sanguinarios.
   A medida que arranca la marcha los pies se remontan a algún día de abril de 2002, cuando la pólvora sublimada inundó los alrededores de Miraflores y la sangre de muchos venezolanos clamando libertad fue derramada en Puente Llaguno y además alterada la realidad por los laboratorios de “realismo mágico” oficiales. El tropel suena lejano en los pasos serenos, profundos, telúricos de ahora, cuando los tráfagos de tantos crímenes han curtido nuestros sueños. Cada suspiro atragantado entre vapores acéticos, entre fraudes avalados por  máquinas electrónicas electorales, por el Centro Carter y la OEA, entre puñaladas de una lista de discriminación política que expulsó de PDVSA 23000 trabajadores altamente calificados, además de fustigarlos al extremo de envenenar a sus niños contra los niños de los trabajadores disidentes y dispararles con balas de salva en pleno campo petrolero, entre innumerables elecciones alteradas, modificadas, continuadas luego de la hora límite cumplida; llegaba hasta los alveolos más remotos de los pulmones cuando veíamos el tricolor de las siete estrellas, si, de las siete estrellas porque nadie nos consultó si queríamos la octava estrella, como tampoco nos preguntaron si queríamos que el caballo volteara la mirada o que se agregara el adjetivo Bolivariana a República de Venezuela, porque definitivamente el país no debe ni puede ser la hacienda de un tirano y sus secuaces, flamear en las ventanas de los edificios acompañando los brazos estirados de mujeres con el rostro destemplado, con una sonrisa que borra las arrugas del llanto contenido por tantos años.
   Llegamos a la Plaza Bolívar de Los Teques y lo que en algún momento fue arrebatado como territorio “oficialista” fue desbordado por la marcha de un pueblo decidido y determinado a recuperar sus derechos y deberes. Ante una tienda de contados fanáticos del régimen animados por el volumen de un equipo de sonido, llenamos la plaza y al grito de “¡Libertad! y ¡Gloria al bravo pueblo que el yugo lanzó!” neutralizamos el sonido electrónico hasta que las palomas se posaron en el piso, hasta que varias hojas secas cayeron de los árboles, hasta que nos abrazamos con el resplandor que cada vez ilumina más esta agonizante oscuridad.
Alfonso L. Tusa C. 13-02-2019. ©
 
 
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