“El nacionalismo es la indignidad de tener un alma controlada por la geografía”

—George Santayana
Incluso los observadores menos alarmistas coinciden en señalar que la actual situación social y política de España es francamente grave. No sólo por la larga crisis económica que padece (y que comparte, aunque a veces con peores síntomas, con otros países europeos), ni siquiera por la desconfianza generalizada de los ciudadanos ante las instituciones más básicas y sus representantes (partidos políticos, sindicatos, bancos, jueces, la misma monarquía) fomentada por casos de corrupción tan flagrantes como en demasiadas ocasiones impunes o mal esclarecidos, sino sobre todo por una seria amenaza de desarticulación del país mismo como tal. Una de sus regiones autónomas más prósperas parece querer independizarse, otra está saliendo de un largo periodo de terrorismo separatista cuyos simpatizantes quieren rentabilizar políticamente el cese de la violencia, las demás comunidades se encierran en sí mismas y anteponen la urgencia de sus intereses a la reclamación de la unidad del conjunto del país. Y todo en un desconcertante concierto de reproches mutuos, de agravios manipulados, de malquerencias orquestadas hacia la fragmentación. No son males políticos inéditos en Europa, desde luego (ahí está la endémica discordia de flamencos y valones en Bélgica, los impulsos secesionistas de la Liga Norte en Italia, Escocia, Córcega, Irlanda, etcétera), pero sí han adquirido en España una virulencia distintiva, una vocación suicida de la que muchos parecen desentenderse y otros, aún peor, alegrarse.
¿Cómo hemos llegado a esto? Vale la respuesta que dio el matador de toros cuando le preguntaron cómo uno de los banderilleros de su cuadrilla había llegado a gobernador civil: “¡degenerando!”. Tras el monolitismo seudoimperial del franquismo, había en España un lógico deseo de diversidad y de reconocimiento de culturas autóctonas regionales, con sus peculiaridades lingüísticas y su problemática social propia que exigía una gestión diferenciada. Las comunidades con mayor tradición nacionalista (Cataluña, País Vasco y Galicia) eran las que reivindicaban con más denuedo estas diferencias; para evitar discriminaciones territoriales entre los ciudadanos y no dar cauce a los separatismos que tanto contribuyeron al hundimiento de la república y a la guerra civil, se propició una fórmula autonómica general tan descentralizadora que prácticamente equivalía a un federalismo no reconocido como tal. Con ello se pretendía que los nacionalismos se volviesen autonómicos, pero salió el tiro por la culata y fueron las autonomías las que se contagiaron de nacionalismo. Todo lo local, a veces apresuradamente inventado para el caso pero dotado de inmediatos pergaminos de linaje ancestral, se vio glorificado mientras que cuanto se compartía con el resto del país se minimizó como una subordinación vergonzosa. Ser “catalanista”, “andalucista” o “vasquista” podía llevar a excesos, pero era fundamentalmente positivo: ser “españolista” resultó un insulto. Se volvió dogma patético la vieja boutade de que “son españoles los que no pueden ser otra cosa”. Cada uno de los gobiernos autonómicos llegó a la conclusión de que la única forma de obtener ventajas era achacar todos los males al gobierno del Estado, al modo de los nacionalistas. Los impuestos que pagan siempre los ciudadanos, no los territorios, y que garantizan la solidaridad dentro del país y la redistribución de riqueza por medio de servicios públicos fueron vistos como un expolio de “España” a tal o cual comunidad.
De tal modo que los ciudadanos han llegado a reconocer su vinculación unitaria como país solamente en casos de triunfos deportivos (¡la “Roja”!) o catástrofes accidentales de envergadura, pero nunca en lo que se refiere a la ciudadanía que ejercen: en política, prefieren siempre las adhesiones locales al patriotismo de lo común. Las comunidades conviven, a veces poco armoniosamente, yuxtapuestas unas a otras como los quesitos en porciones de la Vaca Que Ríe, cada cual envuelto en su infranqueable e impermeable papel de plata. Los más conciliadores aceptan compartir la misma caja, otros prefieren ser vendidos por separado… Por otra parte, gracias a la vigente ley electoral los partidos políticos de vocación estrictamente regional, es decir, más nacionalista, que sólo presentan listas electorales en sus respectivas autonomías, están mejor representados en el Parlamento estatal que los que se presentan en todo el territorio, de modo que se han venido convirtiendo hasta ahora en indispensables para que uno de los dos partidos mayoritarios alcanzase la mayoría absoluta. Así se ha reinventado un nuevo avatar del clásico caciquismo hispano: el bipartidismo de facto se apoya estatalmente en nacionalistas regionales a cambio de dejarles manos más o menos libres en su territorio. Así se explica, entre otras muchas cosas, la resignación ante prácticas neofranquistas como la inmersión lingüística que arrincona y proscribe la lengua común como vehículo educativo en Cataluña, así como concesiones en temarios escolares aberrantes de historia, geografía, etcétera.01-ciudadanos
No ha sido cosa de un día ni de un mes, sino de décadas de desidia que han fragmentado la conciencia ciudadana, reforzando cualquier diferencia del vecino como legítima y deslegitimando en cambio cualquier reivindicación unitaria como reaccionaria. Así se ha conseguido que muchos vieran la plaga terrorista como algo que “debían resolver los vascos” o que hoy se considere que el futuro de Cataluña dentro o fuera de España sea un asunto de los catalanes y no de los españoles. El nacionalismo ha acuñado una identidad diferencial para su área regional, seleccionando elementos folklóricos o culturales que no tienen en sí mismos especial relevancia política y los ha convertido en fundamento de la propia legitimidad ciudadana. Ser ciudadano consiste en compartir una identidad previa e inmutable, algo así como una idea platónica nacional,  en lugar de una serie de garantías, derechos y deberes. Es justamente lo contrario de la condición ciudadana en el moderno Estado de derecho (que apenas se recuerda o se conoce en España y me temo que muy poco en la mayoría de los países de la Unión Europea), la cual se obtiene precisamente haciendo abstracción de todas las características que particularizan a cada cual como individuo humano concreto (origen familiar o étnico, sexo, religión, etcétera). En eso consiste el laicismo democrático, cuyo lema “loi égal, foi libre” iba más allá que a la necesaria separación entre las competencias del Estado y las Iglesias. Como bien ha señalado el filósofo Ramón Rodríguez, “se es sujeto de derechos precisamente como un cualquiera, como un Don Nadie, por eso la justicia debe ser ciega y la ley igual para todos. Pero el resultado inevitable al que tiende la política nacionalista de la identidad es a introducir diferencias en ese nivel básico de la ciudadanía, haciendo que la identidad actúe como un filtro de la condición ciudadana, que establece requisitos y aporta beneficios en virtud de la pertenencia a ella” (en “¿Justicia o privilegio? La base filosófica del discurso nacionalista de la identidad”, El Confidencial, 9/2/2014).
En la configuración de esta mentalidad fraccionada que convierte a los ciudadanos en meros nativos (aunque sea de adopción) han colaborado a lo largo de los años muchos medios de comunicación y creadores de opinión considerados progresistas y que bien podían serlo en otras cuestiones, pero desde luego no en ésta. Cuento mi experiencia personal: a veces he protestado ante amigos que escriben habitualmente diatribas desacomplejadas contra el gobierno del Estado su falta de beligerancia en el caso de los abusos nacionalistas. Muchos se justifican diciéndome: “Hombre, ya sabes lo que pienso yo de los nacionalistas”. Cierto: lo sé y no suele ser nada favorable. Pero lo sé porque me lo han confiado en ocasiones privadas y charlas en petit comité. En cambio, sus descalificaciones de Rajoy, Bárcenas o los recortes abusivos en sanidad y educación las conoce todo el mundo, porque escriben de ellas un día sí y otro también. Cuando arriesgan algún comentario desfavorable contra el separatismo, siempre va acompañado de otro para compensar contra la recentralización, el españolismo y a fin de cuentas Aznar, culpables para ellos en el fondo del “agravamiento” de la situación. Nunca se les leerá ninguna franca defensa de la España unida y democrática por la que algunos tanto luchamos en la dictadura. Claro que la mayoría de ellos no luchó demasiado, todo hay que decirlo…
De modo que sólo le quedan como paladines a España representantes de la derecha más gesticulante y esencialista. Conviene recordar, además, lo que les ocurre a los pocos intelectuales progresistas que asumen sin rodeos una actitud antiseparatista. Si viven en territorio nacionalista, padecerán en el mejor de los casos, un discreto ostracismo, y en el peor varios tipos de inquina inquisitorial incluso violenta (mamporreros que interrumpen actos culturales o cívicos con exhibición de banderas, gritos y amenazas que no sólo provienen de la extrema derecha falangista, puedo dar fe). En el resto del país, dejan de ser progresistas y pasan directamente a ser “fascistas”, descalificación que ya no se aplica a conservadores económicos ni neoliberales como se hacía antaño —con no menor injusticia— sino que se reserva para cualquier partidario abierto de la unidad de España, es decir, de una ciudadanía no fraccionada ni revertida en identidad territorial.
Actualmente, con motivo de la crisis y del lógico malestar social, algunos se preguntan si es posible que en España surja algún tipo de populismo, ese ersatzde la democracia para ignorantes. En otros países europeos, como Holanda, Italia o incluso Gran Bretaña ya hay movimientos populistas, con un mensaje de separatismo antieuropeo. En España los separatismos nacionalistas no son directamente antieuropeistas pero sólo porque utilizan a Europa como una alternativa a España, que es precisamente el Estado plural y democrático europeo al que pertenecen. Pero comparten con los demás la visión xenófoba y antiinmigratoria de los otros modelos. Tanto el populismo como el separatismo son enfermedades políticas oportunistas que atacan al cuerpo del Estado cuando se debilita socialmente. En el País Vasco hemos padecido durante largo tiempo un populismo tipo Che Guevara, terrorista con ínfulas de guerrilla, y ahora vemos en Cataluña otro modelo Chávez, que acogota a los discrepantes con manifestaciones callejeras y el unanimismo manipulado de los medios de comunicación locales al servicio de la retórica demagógica.
Su caballo de batalla —o de Troya, más bien— es la reivindicación del “derecho a decidir”. Por supuesto, que los ciudadanos reivindiquen en democracia el derecho a decidir es como si los peces reclamasen airadamente el derecho a nadar. Todos lo tenemos y basamos nuestra ciudadanía en él, aunque sometidos a las leyes que son precisamente el primer resultado de nuestras decisiones colectivas. El derecho a decidir pertenece al ciudadano, que lo es del Estado y no de una de sus regiones o territorios. En la época feudal existían los siervos de la gleba, labradores considerados como partes forzosas del terruño que cultivaban y que eran vendidos o comprados como parte de la propia finca. Los nacionalistas pretenden inventar el “ciudadano de la gleba”, pegado a su demarcación y que es el único con derecho a ejercer como tal en ella. Lo cual, por cierto, no le impide en otros casos reclamarse parte activa de la totalidad del Estado, sobre todo a la hora de recibir subsidios y apoyos para empresas consideradas, entonces sí, de “interés común”. El derecho a decidir que reclaman los nacionalistas es en realidad el derecho a exigir que los demás no intervengan en las decisiones sobre lo que consideran territorio exclusivamente propio. Exigir en tales condiciones un referéndum sobre la independencia es en realidad una petición de principio, porque tal referéndum implica de hecho lo que se pregunta en él, la capacidad de no dejar al resto del país intervenir en decisiones que también les afectan. Se pide decidir, por ejemplo, sobre si los catalanes quieren seguir siendo españoles, pero se prohíbe al resto de los españoles decidir sobre si quieren seguir siendo catalanes… como legítimamente lo son ahora. Y ello con todas las dudas que presupone establecer quiénes son “catalanes” a este fin (¿nativos, oriundos, asimilados…?) como categoría que sustituye a la ciudadanía del Estado español, que es la vigente. Me temo que, como en otras ocasiones (la guerra civil española, por ejemplo, fue una especie de ensayo de los enfrentamientos que luego desembocaron en la Segunda Guerra Mundial), España es hoy campo de pruebas de una atomización interesada de la ciudadanía y su sustitución por identidades apegados al etnicismo excluyente.
Fernando Savater 
Filósofo y escritor. Algunos de los libros que ha publicado: Figuraciones míasLos invitados de la princesa y El gran laberinto.