JOSÉ MANUEL PALLÍ(*)
Hace
pocos días vi una caricatura en la que aparecía Mel Zelaya, el ex presidente de
Honduras cuya primera dama fue candidata a la presidencia en las recientes
elecciones en su país, anunciando: “Si perdimos, hubo fraude…, si ganamos no…”.
La
caricatura resultó ser premonitoria, aunque tampoco se entregan medallas hoy en
día por el acierto en ese tipo de premoniciones y / o predicciones.
Y
es que el nivel y la intensidad de la polarización que afecta a muchos de
nuestros pueblos (incluido el nuestro, el de los Estados Unidos de América)
hace perfectamente previsible lo que está ocurriendo en esa nación
centroamericana, la tercera en pobreza de nuestro hemisferio occidental. Como
previsible lo es también en otros países: Venezuela, Nicaragua, México, entre
otros, han visto sus procesos electorales impugnados por los perdedores.
Incluso entre nosotros, algunos republicanos –entre ellos Karl Rove, el gurú de
las campañas conservadoras– han señalado o sugerido que el presidente Obama
alcanzó la reelección recurriendo a malas artes.
Hasta
en países como Bolivia y Ecuador, donde el margen de ventaja de los ganadores y
su índice de popularidad como gobernantes parecieran confirmar el resultado de
las elecciones, los perdedores gritan fraude.
Es
más, la verdadera caricatura o broma consiste en lo fácil que resultaría
reemplazar a Mel Zelaya en esa caricatura con la imagen de cualquier otro de
los perdedores en procesos electorales recientes, sin distinción de países,
partidos o ideologías. Las alegaciones de fraude electoral son moneda corriente
en aquellas sociedades en las que la polarización hace estragos en la capacidad
de diálogo y en la tolerancia hacia las ideas opuestas entre conciudadanos.
Los
señalamientos que hacen los partidos perdedores en Honduras (y no es solo el de
los Zelaya el que protesta) y las “pruebas” que presentan, se parecen a los que
han hecho y presentado, en otros países, los perdedores en contiendas
similares, y en algunos casos son casi un calco. Como en casos anteriores, las
alegaciones de fraude son avaladas por observadores presuntamente imparciales
(el juez Baltazar Garzón y el Instituto Juan Bosch, entre otros, en el caso de
Honduras) que, inmediatamente, son descalificados por los voceros de los
ganadores.
Unos
y otros se dedican a demonizar al adversario, y cuando a los “expertos” de uno
de los bandos les toca jugar de “ganadores”, recurren sin falta al argumento de
la “falta de equivalencia moral” entre sus acciones y las que realizan los hoy
perdedores cuando les toca “ganar”, refrendando la caricatura que describo
arriba. Me pregunto quién ha designado a estos “expertos” como medidores de
“equivalencias morales”, y con que moral se dedican a esa tarea…
Si
la OEA, la Comunidad Europea o el tan maltratado Jimmy Carter le dan el pase a
un proceso electoral cuyo resultado es del gusto de estos “expertos”, entonces
“no hubo fraude”; si el mismo trío de observadores aprueba un proceso en el
cual el favorito de estos “expertos” perdió según la cuenta “oficial”, esos
mismos observadores pasan a ser parciales y serviles del “falso ganador” y no
hacen sino confirmar que “sí hubo fraude”… Es tan infantil el argumento que no
se entiende como gente inteligente y preparada, como lo son la mayoría de estos
“expertos”, no se dé cuenta del daño que les hace en cuanto a credibilidad… El
resultado de esa polarización incapaz de generar consensos no es otro que la
ingobernabilidad crónica y la insatisfacción y el descreimiento cada vez mayor
en nuestros pueblos. Mientras algunos de estos “expertos”, desde todo tipo de
institutos, fundaciones y think tanks que responden a
determinados intereses, se llenan la boca hablando de “libertad” y
“democracia”, la polarización aumenta sin pausa, y con efectos cada vez más
perniciosos.
La
incapacidad de los políticos para decidir o resolver asuntos políticos deviene
en una cada vez mayor judicialización de la política, con lo que la Justicia
termina convertida, casi a la fuerza, en un actor político más. De ahí a la
politización de la Justicia –con persecuciones y condenas a los adversarios–
hay un solo paso. Y la enfermedad alcanza incluso al sistema interamericano de
Derechos Humanos, que tampoco está concebido para dirimir cuestiones políticas
pero termina envuelto en la misma maraña y en la parodia a la que nos conduce
la polarización desenfrenada.
Hasta
los medios de comunicación, otrora celosos de su imparcialidad como garantes de
su credibilidad, no son hoy, en su mayoría, sino actores políticos al servicio
de los intereses de sus propietarios.
El
tipo de institución que realmente nos hace falta a todos, empezando por los
cubanos, es una que sirva como una suerte de gimnasio en el cual podamos
ejercitar ciertos músculos que tenemos atrofiados por el desuso, como el
diálogo, la tolerancia, la transigencia, la convivencia… Un gimnasio que
funcione como una escuela, pues de eso se trata, de educarnos para poder
forjar, todos juntos, un mundo mejor, si no para nosotros mismos al menos para
nuestros nietos.
Es
hora de crear un Instituto Interamericano Para el Diálogo y la Tolerancia.
(*) Abogado
cubanoamericano.
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