Por Prodavinci |
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Gay Talese es y representa, basta con decir que es escritor
Fragmento de una entrevista de Eduardo Lago publicada en El País Semanal
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“El deporte”, dejó escrito Talese, “trata de gente que pierde, vuelve a perder y pierde una vez más. Se pierden encuentros; después se pierde el trabajo. Puede resultar muy intrigante”. Sí, ya lo sabemos, fue uno de los padres del nuevo periodismo. No es que la etiqueta esté gastada, sino que no vale a la hora de calibrar la estatura de este italo-americano de 81 años, autor de crónicas y libros memorables sobre la más diversa variedad de temas que quepa imaginar (las interioridades de la redacción de The New York Times, la Mafia, los estándares sexuales de los estadounidenses, la construcción del puente de Verrazano o las Torres Gemelas, la grandeza del anonimato en contraste con las pequeñeces de la fama). Vital, generoso, de conversación amena y desbordante, antes de iniciar la charla, Talese insiste en bajar unos momentos al búnker, como denomina al sótano plagado de cajas de cartón donde conserva las decenas de millares de notas y documentos que integran su archivo. Hijo de un sastre y una modista, obsesionado por los trajes de otra época, casado con Nan Talese, una de las editoras más reconocidas del mundo literario neoyorquino, con quien tiene dos hijas, si hay una palabra que resume todo lo que Gay Talese es y representa, basta con decir que es escritor. Sin adjetivos.
PREGUNTA: ¿Cuál fue su primer trabajo?
RESPUESTA: Chico de los recados en la sede de The New York Times, en la calle 43. Mi trabajo consistía en llevar café y sándwiches a los redactores y en llevar mensajes de un despacho a otro. Es el trabajo más importante que he tenido jamás, porque me permitía ver los entresijos del periódico sin que nadie reparara en mí. Era un edificio de 14 plantas que yo subía y bajaba sin cesar. Tenía acceso a todas las secciones: circulación, ventas, anuncios clasificados, el suplemento dominical, la revista de libros. La torre de marfil estaba en el último piso. Allí tenían sus suites los altos cargos y los propietarios, la familia Sulzberger. Conocí a todo el mundo: editores, redactores jefes, operarios, linotipistas, impresores, los conductores de los camiones de reparto. Fui testigo de rivalidades, de luchas por el poder, huelgas, piquetes, todos los cambios que experimentó el periódico a lo largo de una década.
P: Sus años en The New York Times quedaron reflejados en El reino y el poder. ¿Cómo fue el proceso de gestación del libro?
R: Hay un momento imborrable que lo cifra todo, la primera vez que puse un pie en la redacción, en 1953. Ante mí se abría el espacio gigantesco de la tercera planta, más de 400 personas, hombres y mujeres, tecleando frenéticamente en sus máquinas de escribir, fumando sin parar, en medio de los timbrazos de docenas y docenas de teléfonos. Lo primero que pensé fue que aquel era el lugar con menos mentirosos por metro cuadrado de todo Nueva York. En Wall Street, en la Junta de Educación, en el Ayuntamiento, en la Iglesia hay mentirosos a patadas, pensé, pero aquí no. Dos años después, cuando se cumplió mi sueño de ser reportero, sentí que pasaba a engrosar las filas de una profesión noble cuya máxima aspiración es ser fiel a la verdad. No digo que siempre se consiga, pero ese es el ideal que da sentido a una institución como el Times. El periodismo es una profesión honorable, y no estoy de acuerdo con quienes nos pronostican un futuro tenebroso, porque no hay nada más importante que la verdad. ¿Y quién se ocupa de decirla? Los Gobiernos no, ciertamente. El presidente miente; no este, todos. Siempre encuentran excusas para hacerlo: la seguridad ciudadana, la defensa nacional; no podemos decir qué estamos haciendo. Resulta irónico ver a Obama compungido porque el Senado no ha aprobado una ley que limite el uso de armas, cuando al mismo tiempo se dedica a enviar drones que sueltan bombas que causan la muerte de niños en numerosas partes del planeta. Si los periódicos no vigilan las acciones del Gobierno, ¿quién lo va a hacer?
P: ¿Por qué dejó The New York Times?
R: Sigo sintiéndome parte del periódico. Tengo allí muchos amigos, tanto de los viejos tiempos, aunque muchos han muerto, como entre los más jóvenes. Dejé de trabajar allí al cabo de más de una década, porque había llegado al máximo de mis posibilidades como reportero de plantilla. Lo que yo quería escribir necesitaba más espacio y más tiempo, y eso es algo que no es posible hacer en un periódico. El tipo de reportaje que me interesaba escribir solo se podía realizar en cierto tipo de revistas, y así fue como empecé a colaborar con Esquire, aunque irónicamente el primer trabajo que hice para ellos tenía que ver con The New York Times. Escribí un perfil sobre el periodista encargado de redactar los obituarios, un personaje anónimo, que son los que más me han atraído siempre. El artículo se titulaba Mr. Bad News. Por aquel entonces también colaboraba con Esquire Tom Wolfe. Fueron nuestros primeros pasos en una nueva forma de entender el periodismo.
P: Otra gran institución neoyorquina para la que nunca ha dejado de escribir es The New Yorker.
R: Publican cosas que ninguna otra revista se atrevería a sacar. Siempre he colaborado con ellos. Cuando hace años nombraron a su director actual, David Remnick, un joven periodista a quien profeso un enorme respeto, me llamó para decirme que contaba conmigo. Escribí un reportaje sobre los trabajadores que habían participado en la construcción del puente Verrazano, que une Brooklyn con Staten Island.
P: ¿Qué le llevó a volver sobre un asunto al que había dedicado un libro hacía casi 40 años?
R: En mi opinión, aunque se publique, nunca se llega a cerrar realmente ninguna historia. Siempre quedan resquicios que desembocan en otras historias. Si uno vuelve a algo escrito hace 10, 20, 30 años, siempre descubre cosas sorprendentes, y eso es lo que me ocurrió con esta historia. Publiqué El puente en 1964, cuando todavía trabajaba para el Times. Tenía dos días libres a la semana y los dedicaba a recopilar material para el libro. Iba al lugar donde se estaban llevando a cabo los trabajos de construcción, muchas veces por la noche. Usted ha visto cómo es el búnker, como llamo a mi estudio. Ahí lo tengo todo archivado en cajas. Una tarde, sería el año 2002, me fijé en la etiqueta que dice El puente y me pregunté qué habría sido de los trabajadores que construyeron el Verrazano, con quienes me había entrevistado tantas veces. Abrí la caja, me puse a repasar las notas y decidí hacer algunas llamadas telefónicas. ¿Qué habían hecho una vez concluida la construcción? Resulta que a muchos los habían contratado para la construcción del World Trade Center. Estoy hablando de especialistas en la construcción de estructuras metálicas a grandes alturas. Pertenecen a un sindicato que se ocupa de su contratación en obras públicas de gran envergadura. ¿Y qué sintieron cuando vieron que el resultado de su trabajo se había desvanecido en apenas unas horas cuando tuvieron lugar los atentados de septiembre de 2001? Su respuesta me desarmó. La destrucción no les había causado la menor sorpresa. ¿Pero cómo es posible?, les pregunté. ¿Qué quieren decir con eso? Sabíamos que aquello no valía para nada, no era una estructura sólida, las torres estaban hechas de aire, eran jaulas para pájaros. Nada que ver con la estructura formidable del Verrazano o de rascacielos como los de antes, el Empire State por ejemplo. Esas estructuras habrían aguantado el impacto de un avión, pero cuando erigimos las Torres Gemelas sabíamos que aquello era muy distinto. No se trata solo de que el arquitecto no fuera muy bueno, sino de la filosofía sobre la que se sustentaba la idea del World Trade Center. Lo único que querían hacer los promotores era maximizar el espacio, rentabilizándolo a fin de obtener el mayor margen de beneficio, alquilando la mayor cantidad de superficie posible. Así que cuando los aviones se estrellaron contra las torres, las atravesaron de lado a lado y antes de ponerse el sol se habían derrumbado, convertidas en columnas de ceniza y humo.
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