Venía esta semana a escribir sobre Cortázar, de los últimos días de Cortázar en París, de sus amigos, su exesposa Aurora Bernárdez, de las cosas insólitas que nos contaron hace más de una década durante la producción de un documental sobre el París de Julio Cortázar. Pero no puedo, no me sale, siento que sería absolutamente desatinado hacerlo en este preciso instante. La culpa es de la realidad que se empeña en estallarle a uno en la cara todos los días y varias veces al día; digamos que no puedo hablar hoy de Cortázar porque desde hace días tengo una imagen que no se me sale de la mente: la de la nariz de la diputada María Corina Machado.
Pienso
en esa imagen de María Corina Machado después de la salvaje golpiza de
la que fue víctima por parte de otros diputados de la bancada
oficialista de la Asamblea Nacional y la palabra indignación se me
queda corta. Demasiado corta. Sus ojos llorosos, el rostro amoreteado e
hinchado, el tabique nasal fracturado en varias partes. Es una imagen
profundamente dolorosa, de una violencia espeluznante, estremecedora en
la más infeliz acepción del término.
No
sólo me gana la náusea y me debato en un sentimiento a medio camino
entre la rabia, la impotencia y el asco cuando recuerdo esa foto, sino
que el sentimiento se me potencia cuando me entero de las declaraciones
deplorables de personeros del régimen como Pedro Carreño, Mario Silva y
Diosdado Cabello. Cosas como “se lo merecía”, “esa nariz de burguesa no
aguanta coñazo”, “las quejas de María Corina Machado son una vaina
loca”. Cómo se puede ser tan asquerosamente bajo. Qué hombre puede decir
semejante mamarrachada sin siquiera pensar en que esa cara de mujer
transfigurada por el dolor y la violencia podría ser la de su propia
madre, su mujer, su hermana, su amiga. Honestamente no encuentro
adjetivos para calificar tal inmundicia, se me han agotado los sinónimos
del asco y la indignación.
Me pregunto especialmente qué Dios habrá sido ése que dio a Diosdado.
Diosdado Cabello (el odio personificado e inflado en varios metros
cúbicos), el mismo que con sonrisa sarcástica miraba la escena desde su
silla de Presidente de la Asamblea Nacional y no hacía el menor intento
por detenerla; muy al contrario, hacía gala de una pasividad y un
beneplácito que espueleaban la barbarie. Se me ocurre que ese Dios tiene
necesariamente que ser Moloch, “el dios abominable de los fenicios y
los cartagineses”, al que había que ofrecerle en sacrificio
preferiblemente a niños, mujeres y a los más indefensos.
Estoy
seguro de que si la mujer agredida hubiera sido Cilia Flores, Blanca
Eekhout o Iris Varela (entre otras señoras adeptas al régimen), las
voces recriminatorias se hubieran levantado de lado y lado,
independientemente de las ideologías y las bancadas políticas, hubiese
sido un acto igualmente asqueroso, digno de todo nuestro repudio.
Muchas pueden ser las diferencias y los malestares acumulados durante
estas últimas tres décadas de odio manirroto; pero nada, absolutamente
nada, hubiera justificado semejante barbarie. A una mujer no se le
golpea y punto. El que necesite desarrollo o argumentación para esa
frase no tiene derecho a considerarse humano y mucho menos a participar
de discusión alguna. Y agregaría: aquel que presencia ese acto de
violencia contra una mujer y no hace nada por detenerlo se convierte en
cómplice, es también culpable, se ha puesto de lado del agresor y su
cobardía merece ser igualmente señalada y castigada.
Hoy
día, a dos meses de la “defunción oficial” de Chávez, son varios los
que esgrimen argumentos como: “el Presidente Chávez no lo hubiera
permitido”, “Chávez resultó ser el psiquiatra del manicomio”, “Estas son
las cosas que no pasaban cuando Chávez los tenía bajo control”. Qué va,
me disculpan pero tales comentarios no son sino puros malos chistes y
estupideces, no podemos olvidar que Chávez fue el primer responsable en
sembrar la asquerosidad que hoy todos recogemos en nefasta cosecha. Fue
él el encargado de inocular reiteradamente su “rodilla en tierra”, su
“vamos a defender la revolución por todos los medios posibles”, “no se
equivoquen… ni olviden que la revolución está armada”, “vamos a
aniquilar a la oposición”, “los que no están con el proceso son
apátridas, oligarcas, burgueses, majunches, escuálidos, enemigos del
pueblo”. Pues estas son las consecuencias, este es el grandísimo legado
del “Gigante”, el “Cristo de los pobres de Latinoamérica” nos dejó una
cruzada de odio donde no sólo está bien visto que se golpee a una
diputada (la que mayor cantidad de votos ha recibido para ocupar ese
cargo en la historia de Venezuela), sino que las burlas, las sonrisitas
de “bien hecho, toma lo tuyo”, la complacencia porque “esa nariz no
aguanta coñazo” son recibidas con insólita aprobación.
Es
falso que todo muerto sea bueno, estamos ante la clara evidencia de que
“muerto el perro lo único que dejó fue la rabia”. Y el fantasma de
Chávez está detrás de toda esta inmundicia, no lo podemos olvidar, es su
espíritu el que los tiene malamente poseídos.
Habrá
gente que prefiera lidiar con esta situación hablando de otros temas,
otros que opten por pasar estos acontecimientos por el filtro de la
ficción para poderlos contar más adelante, y habrá gente –me incluyo, ya
me gustaría escribir y hablar sobre otras cosas- que decida salirse de
su zona de confort y aprovechar sus pocos espacios disponibles para
intentar decir algo al respecto. A veces, me temo, no tenemos otra
opción, la nariz de María Corina está allí reclamándonoslo.
Así que Don Julio Cortázar puede esperar. Tiene que esperar. Ya habrá otro momento más feliz para intentar echarles ese cuento.

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