Alfonso Tusa C.
La niña se inclinaba
hacia delante. Los zapatos descascarados de cuero blanco juntaban sus puntas
sobre una ondulación de la grama japonesa. Giraba la cara mientras miraba un
pedazo de pared bajo la ventana. Discutía que no quería hacer ese lanzamiento.
Corrió hacia la pared y explicó porque había que lanzar la curva adentro. De
vuelta a la ondulación quedó con la pierna a la altura del abdomen.
__¡Espérate Margarita! ¿Dónde aprendiste eso?
Martín dejó su
maletín en medio del porche. Margarita se mordió los labios y puso los brazos
en jarra. Refirió que le había interrumpido el wind up que vio en una revista
que él tenía en su oficina. El hombre atravesó la puerta de la calle y regresó
con la revista Sport Gráfico. Hojeó hasta que apareció la fotografía de un
pitcher haciendo los movimientos para lanzar. “Isaías Látigo Chávez”.
En la oficina
Sebastián se ajustaba al lugar más apropiado para observar la pintura que lo
enceguecía. Miles de puntos brillantes atravesaban la oscuridad de una noche a
través del vidrio y la cañuela. El cuaderno parecía sostenido sobre un pedestal
de granito. Martín miraba a Margarita ensayar el movimiento del pitcher y luego
en la oficina Sebastián boceteaba los focos embutidos en las ondulaciones
nocturna del cuadro. Aquella pintura de Vincent Van Gogh había capturado la
atención del niño desde la primera vez que entró a la oficina. Martín
disfrutaba mucho los trazos y la profundidad de la pintura de Van Gogh. Sin
embargo imaginaba que Sebastián en algún momento se interesaría por el béisbol.
Al ver que Margarita llevaba la pierna al nivel de la cintura, la llamó a su
cuarto. De allá vino con un pantalón corto bajo el vestido. De inmediato alzó
la pierna sobre su cabeza. Los vidrios de la ventana se estremecieron cuando la
pelota impactó en la pared.
Sebastián permanecía
en solitario largos períodos del recreo escolar. Sus compañeros lo veían como
un ejemplar raro. En la parte más acalorada de las conversaciones deportivas.
Cuando hablaban de Caracas y Magallanes. Del Chico Carrasquel y Camaleón
García. De la Vinotinto. De
los héroes de Portland. Sebastián desviaba la mirada hacia los contrastes de
luz solar sobre las ramas del araguaney. Sólo cuando mencionaban a un pitcher
de hacía mucho tiempo, Sebastián se acercaba al grupo. Querían conocer más del
Látigo Chávez. Sabían muy poco de él. Pero las fotografías que habían visto hacían
que se emocionaran como si apreciaran las habilidades de Omar Vizquel, Johan
Santana o Félix Hernández. Sebastián había escuchado a Martín hablar del Látigo
con sus amigos. Lo había visto registrar las hojas de Sport Gráfico hasta
encontrar aquellas fotografías y pasaba horas leyendo los textos.
Margarita varias
veces llegaba llorando de la escuela. Si había concurso de música o pintura,
sus compañeras pasaban por su lado y comentaban que interpretar un instrumento
o empuñar el pincel si era un arte, no ese juego fastidioso de béisbol que no
jugaban las niñas. Martín sacaba el caballete y desempolvaba el lienzo.
Margarita miraba la paleta y los colores por un rato, luego fijaba los ojos en
el centro del lienzo y hacía el wind up, soltaba un rectazo al medio del plato
y gritaba “Strike one”. Martín giraba la cabeza de hombro a hombro. Margarita
agarraba la caja del violín de las manos de Martín. Argumentaba que montarse en
un montículo por nueve innings, tratando de colocar la pelota en el medio del
plato sin que los bateadores la conectaran y con el riesgo de que un linietazo
le pegara en la cara, tenía que ser un arte tan meritorio como pintar, cantar,
escribir o interpretar un instrumento. Martín se la quedó mirando y asintió,
quería decir algo pero prefirió secarse el sudor de la frente con la mano.
Las luces de aquellas
pinturas campestres de Van Gogh animaron de tal manera los trazos sobre el
lienzo, que Sebastián completó por primera vez el boceto del patio de la casa
visto desde el techo cuando comenzaba el crepúsculo. Martín se quedó paralizado
con las transiciones de cobalto a granate que Sebastián había logrado. El
timbre de la puerta lo hizo dejar el Sport Gráfico sobre la mesa. Había un
pitcher con el pie izquierdo levantado hacia el cielo sobre el montículo de un
diamante beisbolero. Sebastián miró la foto desde varios ángulos. Revisó las
formas y la profundidad de la luz. Regresó al lienzo y miró el paisaje del
patio. Parecía reagrupar los colores y recomponer varias líneas, luego borraba
todo en el aire. Siempre regresaba a la fotografía de la revista. Martín
intentó agarrar el Sport Gráfico. Sebastián estaba tan adentro de la
fotografía. Martín prefirió deleitarse con los trazos plasmados en el lienzo.
La noche anterior a
su primer juego en la liga local, Margarita habló con Martín de cómo hacían los
pitchers para no asustarse en el montículo. El catcher jugaba un papel muy
importante. Sus consejos y sugerencias ayudan a relajar a los pitchers. Es una
relación tan profunda que el pitcher y el catcher andan juntos mucho tiempo.
Comen juntos y hasta se van de pesca. Mientras más se conocen tienen más
argumentos para enfrentar las dificultades que se presentan en un juego. Isaías
Chávez, el pitcher que viste en la foto de la revista, al comienzo del juego
decisivo de un torneo juvenil, llamó varias veces al catcher. La pelota se le
resbalaba de las manos por el sudor. El catcher le dijo que él era el que le
había escondido los zapatos en el juego anterior. La sorpresa de Isaías fue tal
que se olvidó de la tensión y empezó a lanzar puros strikes en las esquinas.
Varias veces le
pareció a Martín apreciar un rombo verde y anaranjado a un costado de la
pintura. Sebastián aseguraba que sólo eran recursos de contrastes para hacer
notar más los árboles de su pintura. Luego Martín pasó unos cuantos minutos
agachándose frente al lienzo. Decía que veía varios jugadores corriendo detrás
de un pitcher que levantaba la pierna izquierda. Sebastíán soltó varias
carcajadas, le decía que tenía un ojo muy beisbolero. Martín se alejaba y se
acercaba al caballete y cada vez veía nuevos indicios de un campo de béisbol.
Se abstuvo de hacer otros comentarios a Sebastián. Solo se rió y cuando regresó
al Sport Gráfico entendió perfectamente que los trazos de la pintura
reproducían el spike sobre la cabeza del lanzador. Empezó a silbar y ladeó la
cabeza. “Menos mal que sólo son recursos de contraste”.
Margarita intentó
varias veces hablar con el receptor del equipo. El niño le daba la espalda y se
iba a conversar con los demás compañeros. Se sentía como el patito feo. Cuando
dos lagrimones asomaban en sus párpados inferiores, el manager la llamó. Le dio
dos palmaditas en la espalda y le dijo que subiera al morrito. Agarró una
mascota del banco y se agachó detrás del plato. Gritó con todas sus fuerzas.
Quería ver que era lo que tenía en la bola. El primer lanzamiento casi le
arranca la gorra al manager. El hombre se levantó y subió al montículo.
Margarita lo escuchó hablar de concentración de enfocarse en la zona de strike
y olvidarse de todo lo que había alrededor, menos de sus compañeros. La próxima
pelota salió de sus manos cuando la punta del pie izquierdo rozaba el suelo. El
manager se fue hacia atrás con el impacto de la pelota en la pechera.
Por más que intentaba eludir los comentarios
de sus compañeros y de enfocar su mirada en la vegetación adyacente o en las
montañas lejanas, el murmullo incidía en su capacidad creativa. Todos aquellos
comentarios del pitcher que levantaba el pie hacia el cielo, la emoción con que
eran referidos, emergían en el lienzo. Sebastián se sorprendía al ver como
aparecían montículos de nubes sobre rombos de estrellas. En las sinuosidades
más profundas de los azules de notaba el semicírculo de la punta de un zapato.
Si intentaba desfigurar los trazos se le venía un vendaval de vértigo semejante
al aterrizaje de la pierna izquierda luego del lanzamiento. Se iba varios pasos
hacia atrás. Mordía la paleta. Nunca le había pasado eso. Aquellas imágenes se
empeñaban en salir solas. Quería desprender el lienzo y empezar otra pintura.
Los atardeceres
encontraban a Margarita corriendo junto a Sebastián. Se internaban en un solar
cubierto de asfalto en el centro. En los costados crecían arbustos, hierbajos y
plantas que espesaban la vegetación. La nube de luciérnagas los llevaba a
recorrer varias veces el perímetro del solar. Con incursiones en la vegetación
donde veían lagartijas y ratones silvestres. A veces tropezaban con piedras
grandes y evitaban la caída con las manos por delante. La voz de Martín
trepidaba desde el porche. El tercer alarido los sorprendía saltando la baranda
del jardín. Aún sin limpiarse las manos y sin quitarse la ropa cargada de
abrojos y manchas de clorofila, Margarita sacaba el Sport Gráfico del
escritorio de Martín. Sebastián se quedaba mirando todos los tubos de verdes y
azules que había a un lado de la paleta. Dio varios trazos en el aire casi a
ras del lienzo.
Sebastián salía por
momentos al porche y regresaba a la paleta. Apretaba los tubos y dudaba cuanto
exprimir de azul y cuanto de verde. Las tonalidades que veía sobre el asfalto,
lo enceguecían. Si intentaba acercarse desde el jardín, regresaba
inmediatamente volteaba y veía a Martín alerta desde la mecedora del porche.
Una percusión en el piso lo hizo correr hasta su cuarto. En el medio de la
oficina, Margarita recogía las páginas de Sport Gráfico mientras se levantaba
del piso. Se sobó varias veces la espalda. Sebastían escondió la carcajada
entre las manos. Dos carraspeos de Martín lo hicieron salir corriendo.
Margarita se acercó. Su voz tenía algo de mandolina cargada de humedad. “Papá
¿Cómo hace el Látigo para levantar la pierna tan alta y no caerse?” Martín se
volteó hacia la pared para disimular la risa. Margarita iba a empezar a llorar.
“Hija, eso es un trabajo. Te aseguro que El Látigo pasó mucho tiempo practicando
ese movimiento”.
El cuaderno de
dibujar se resbaló de sus manos. Sebastián soltó los lápices de colorear y
atravesó el portón de la escuela. Desde el cemento pulido de la acera trató de
acercarse al pedazo de cartón de leche donde un muchachito levantaba la pierna
izquierda hasta casi rozar las hojas de jabillo como si nada. Desde una hilera
de plantas ornamentales que corría paralela a la línea de tercera base un
muchacho le gritó que se quitara de en medio. Sebastián intentó decirle al
pitcher que volviera a lanzar. Un manganzón de algunos doce años lo sacó a
empellones hasta detrás de la primera base. Allí se quedó mirando la dinámica
del lanzador hasta que notó como el muchacho colocaba el talón con respecto a
la cabeza. Esbozó varios trazos en la última página del bloc, se fue alejando
para tener varios ángulos que reprodujo en otras tantas páginas. Al llegar a la
acera de la escuela tropezó con la cerca. El timbre lo hizo correr al salón.
Margarita pasó varios
minutos riéndose. Le costaba creer que Sebastián le hubiese dedicado parte de
su tiempo a otra cosa que no fuera la pintura de algún paisaje de Van Gogh.
Sólo después de caerse tres veces por colocar el pie totalmente desalineado de
la cabeza, empezó a mirar los dibujos de Sebastián. Al principio intentó cerrar
el cuaderno varias veces. Luego notó como Margarita juntó las manos. Nunca la
había visto pedir un favor con tanta insistencia. Los primeros ensayos apenas
le permitieron concretar el movimiento. El equilibrio era una gelatina que temblaba
en sus rodillas. En el cuarto intento Sebastián se acercó y empujó el talón más
adentro. Margarita alzó el pie hasta que la planta quedo paralela al techo.
Luego llevó la mano detrás del cráneo y soltó la pelota. Un estruendo de
tablillas de madera sacó a Martín de su oficina. La pelota llegó hasta el medio
de la sala.
La voz limpió todas
las telarañas del techo. Martín alumbraba las penumbras de la sala con la
incandescencia de su nariz. Recriminó la risa de Sebastián. Señaló la puerta
del cuarto a Margarita. Cuando ambos niños escondían sus rostros en el
esternón, Martín avanzó un paso, luego ensayó un llamado que salió sin rozar
las cuerdas vocales. Margarita recogió la pelota y la pasó por los ríos de sus
mejillas. Sebastián apretó el bloc debajo del brazo y metió la mano hasta las
profundidades del bolsillo. Martín se atravesó delante de la habitación.
Levantó la barbilla de Margarita. Agarró la pelota y le mostró como se
colocaban los dedos en los distintos lanzamientos. Margarita preguntó si aquellos
eran los lanzamientos que hacía el Látigo. Casi todos, lo que pasa es que ahora
los han mejorado. Pero en esencia esas eran las maneras como Isaías Chávez
agarraba la pelota para lanzar. Los vestigios de lágrimas dieron paso a un arco
iris en los ojos de Margarita.
Los trazos sobre el
papel se hicieron más fiebrosos. El grafito deslizaba una dinámica que disparaba contrastes y perspectivas de una
manera que muy pocas veces había experimentado Sebastián. Sólo cuando intentaba
seguir las líneas de Van Gogh, o los de esos dos señores que Martín le había
mostrado sus pinturas: Arturo Michelena y Armando Reverón. La estancia donde el
pitcher llevaba el guante hacia el occipital le traía ensoñaciones de La Siesta de Van Gogh. La
imagen donde el lanzador empezaba a levantar la rodilla lo trasladaba hasta los
entornos de “La Joven
Madre” de Michelena. El momento cuando el pitcher suelta la
pelota desde la oreja ilumina todos los ángulos de los “Uveros” de Reverón en
medio de un caleidoscopio de incandescencias que hacían a Sebastián soltar el
lápiz sobre cada evolución del movimiento en cinética simultanea.
El próximo juego,
Martín se agarró el crucifijo bajo la camisa y lo apretó contra el pecho. Bajó
tres escalones cuando Margarita piso la goma de la caja de lanzar. Logró
levantar la pierna izquierda hasta la altura del pecho. Sacó la pelota desde
atrás de la oreja y soltó la pelota. Martín bajó hasta la alambrada. La pelota
zumbaba cual cigarrón en el mediodía más incandescente del verano. El bateador
apenas sacó el bate. Salió un elevado altísimo entre tercera base y el plato.
Margarita corrió hacia la raya, hizo señas con los brazos y recibió la pelota
en la malla del guante. Martín se restregó los ojos siete veces. Al terminar el
juego lo primero que le preguntó a Margarita fue donde había aprendido a
fildear esos batazos tan elevados que casi siempre los atrapan los infielders o
el catcher. Margarita sonrió y guiñó un ojo.
__Una tarde cuando ensayaba a levantar la pierna en el
jardín, oí a dos señores que te esperaban en el porche. Primero hablaban de
negocios y de esos seguros que tú vendes. Después de la familia. Uno mencionó
algo relacionado con el béisbol. Me resbalé y casi me fui de espaldas sobre la
grama. Me asomé en puntillas detrás de la pared.
Martín de casualidad
se comió la luz de un semáforo. El frenazo lo hizo avanzar media cuadra antes
de pedirle a Margarita que continuara.
__Estaba por regresar a ensayar. Pronunciaron el nombre de
“El Látigo”. Entonces me soldé a la pared. “Ese muchacho que llaman Látigo
Chávez, no solamente es buen pitcher, como fildeador es buenísimo siempre está
entre los primeros en outs, asistencias y dobleplays de cualquier liga donde
juegue. Una vez lo vi pedir un globo que por lo general lo pide el tercera base
o el catcher. Él Látigo corrió hacia la zona de foul entre tercera y el plato,
abrió los brazos y agarró la pelota.
Martín volteó hacia
el asiento trasero, mientras subía la palanca de cambios a “P”, se quedó
mirando la carcajada de Margarita. El hombre siguió la dirección del dedo
índice de la niña. En el fondo del jardín Sebastián afincaba el pie derecho
sobre la grama de lochas, cuando el pie izquierdo subía a la altura de las
rodillas caía de platanazo sobre la grama. Margarita preguntó de cuando acá quería
practicar béisbol, si lo de él era la pintura. Martín apretó las manos sobre
las tirillas traseras del pantalón. Entre contento y sorprendido quiso saber el
motivo de la metamorfosis. Sebastián volvió a intentar. Esta vez llevó el pie a
la altura del cuello. Se quedó paralizado y el pie regresó al piso. Margarita
le explicó que tenía que llevar la mano con la pelota hasta detrás de la oreja
y luego que tuviera el pie arriba, impulsarse hacia delante y “¡zas!” soltar la
pelota.
Margarita se sentó en
la acera del jardín. Entre las observaciones para que hiciera mejor el
lanzamiento, empezó a mezclar preguntas para saber porqué Sebastián quería
tanto aprender a lanzar una pelota de béisbol como un pitcher. Al principio se
quedaba callado. Margarita insistió, cual gota de agua sobre una roca de
pizarra, hasta que Sebastián aflojó que necesitaba perfeccionar sus pinturas de
las distintas etapas de un pitcher cuando
se prepara para lanzar sobre el montículo. El artista necesita vivir,
sentir en carne propia lo que quiere transmitir, sólo así puede hacerse una
buena obra de arte. Margarita se quedó mirando fijamente a los ojos a Sebastián
y este no pestañeó ni un instante. Luego de hacer varios intentos hasta hacer
un lanzamiento aceptable, Sebastián salió corriendo hacia el lienzo. Margarita
se fue hasta el pasillo posterior del jardín. Sintió un sonido de papeles
retorcidos detrás de una mata de uña de danta. Al agacharse salió corriendo una
lagartija. Metió la mano y sacó el Sport Gráfico. Estaba abierta justo en la
página donde aparecía el reportaje del Látigo. A pie de página distinguió unas
letras: “Si no puedo jugar como tú. Te voy a dibujar mejor que en la
fotografía”.
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