Es que no pueden |
Rómulo Martínez Chenlo
La Diaria/MONTEVIDEO
Un niño que con su pelotita roja de plástico correteaba en los lejanos 70
por el Campeones Olímpicos de Florida mientras los autos, alineados como gente
en la película Cars, guiñaban sus ópticas haciendo cambio de luces o vivaban a
los recios futbolistas vestidos de rojo y blanco podía quedar admirado por
siempre y para siempre con la exquisitez de Jorge Omar Ferreri, la clase del
Pelado Rava, el arrojo del Sordo Ferreyra, las atajadas de Cataneo o la solidez
de Pajarito Lago.
Cuando los caminos de la vida llevaron a ese niño a ser habitante
permanente de la Olímpica, los primeros recuerdos de héroes son los de aquellos
negros, Joya y Spencer, Cubilla maravilloso por lo que jugaba -por ese entonces
no sabía que un jugador es algo más que lo que hace en una cancha-, Artime,
Atilio Genaro Ancheta...
Pero ese canarito en gestión de eterno trámite de ciudadanía montevideana
vio y no olvidará a los más grandes jugadores que un niño, hombre, señora o
abuela haya podido ver en esos tiempos.
En el verano de 1967 llegó a Montevideo la primera vinotinto que se comió
goleadas históricas. Casi 50 años después del inicio de la Copa América,
debutaba Venezuela. Da para pensar que en tierra de peloteros y canasteros no
era muy chévere jugar al fútbol, deporte dejado en manos o en pies de las
colonias de italianos, españoles, portugueses y otros europeos. No han pasado
50 años todavía y los venezolanos han dejado de ser la papa, el partido ganado,
la goleada previsible de otros tiempos. Alguien podrá decir que apenas diez
años después de su debut continental ya nos dejaron fuera del Mundial que
hubieran podido ver la mayor cantidad de uruguayos, el de Argentina 1978, y es
cierto.
Fue en el arranque de la eliminatoria en el estadio Brígido Iriarte de
Caracas, en un partido que apenas pudo ver un puñado de exiliados porque en
Montevideo alguien mandó bajar la general por idea de algún ídem, y después
para asegurarla cortaron la transmisión porque atrás del arco de Venezuela
había un cartel que rezaba “Abajo la dictadura uruguaya”. Los celestes
empataron ese partido 1-1 y como después Bolivia ganó como local resultó
determinante para que los dirigidos en ese momento por Juan Eduardo Hobberg
quedaran eliminados antes de jugar en Montevideo.
En 1989 le hicieron el primer gol a Brasil en el Sudamericano de ese año y
lo festejaron como si hubieran sido campeones. En 1996 dieron el primer gran
golpe y se metieron entre los mejores cuatro del preolímpico. En 2001 rompieron
su récord de resultados positivos en la clasificatoria arañando el honorable
título de campeón de la segunda rueda, y todos tenemos el recuerdo de aquella
gresca con una manga llena de honmbres dándose piñas y patadas en el estadio de
Maracaibo. En 2009 lograron su primera clasificación a un Mundial de FIFA, el
sub 20 de Egipto, y ahora llegan como colíderes aunque hayan jugado un partido
más que nuestra selección. No son papa. ¡Quién lo hubiese dicho!
Como ¡quién hubiese dicho! que ese hombre firme y sensato que ya había
estado al frente de nuestra selección consiguiendo resultados importantes
aunque no títulos entre 1988 y 1990 -clasificando bien al Mundial, siendo
vicecampeón Sudamericano con una exquisita fase final en Maracaná y terminando
eliminado por el local en el Mundial de Italia- iba a terminar generando un
ámbito de tal empatía con el público que ahora lo ve como un líder indiscutido
e inteligente que ha generado la idea de que tenemos un equipo que es una
maravilla ya no sólo por lo que juega, que no es poco, sino por su posición
ante sus sueños, obligaciones, responsabilidades y disfrute.
Un equipo que si mañana gana o empata ante esta fuerte formación venezolana
quedará segundo en el Ranking Mundial FIFA que componen más de 200
representaciones de países o estados del mundo, un equipo que genera
sensaciones nuevas de orgullo y exigencia, como que un niño quede enojado
porque no les ganamos a los rusos en Moscú, o de goce por saber más o menos
dónde está el camino...
Tabárez nos lo ha enseñado.
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