Apenas ahora, a las nueve de la noche, de este 29 de agosto, en México, me entero de que el Premio FIL de este año es para Fernando Vallejo. Me ha dado alegría saberlo. Por varias razones, la primera porque a pesar de apenas conocerlo, yo quiero mucho a Fernando. Es excepcional y vive de manera excepcional, es valiente y, de verdad, no podría yo estar más de acuerdo con el jurado: "Vallejo es una de las voces más personales, controvertidas y exuberantes de la literatura actual en español".
Siempre que leo a Vallejo me siento desafiada. Lo he visto muy poco, pero me encanta. Lo vi en Cartagena, bebiendo café con amigos, muerto de risa. Y me pareció tan guapo como es valiente y tanto como arriesga cuando escribe y cuando habla. Su discurso a favor de los animales es de tal modo radical que es imposible escucharlo sin sentirse culpable. No ya de comerse un pedazo de buey, que es algo que no hago ni de chiste, desde niña, sin más mérito que el de que me parece horrible, pero sí de usar bolsa o zapatos de piel. No se me puede olvidar su sentencia diciendo que un día la especia humana se ha de morir de vergüenza de haber matado animales con ojos iguales a los suyos. Tiene razón.
Justo hoy en la mañana pensé en Fernando porque recordé a Juan Cruz contándome su sorpresa cuando vio a Vallejo lavándoles los dientes a sus perros. Todavía no sabía yo lo del premio, pero pensé en él con reverencia porque toda esta semana mi perro tuvo un dolor en la cara que parecía de espalda, de cuello, de ojo y finalmente fue de muela. Si yo fuera Fernando, otro gallo le hubiera cantado al pobre Nino.
¡Felicidades Fernando! Siéntete, además de premiado, muy bien querido.
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