Blog de Víctor José López /Periodista

jueves, 16 de septiembre de 2010

CHÁVEZ Y SUS MUJIQUITAS



Las cuatro chifladas de Chávez


DOMINGO ALBERTO RANGEL




El domingo 22 de agosto la señora Tibisay Lucena, presidenta del Consejo Nacional Electoral, caminó varios kilómetros para promover el voto. Deberían nombrarla también ministro del Deporte para ver si al fin, la Vinotinto consigue participar en el Mundial de Fútbol. Sería una medida de prudencia financiera y de sobriedad moral que, después de las hilarantes demostraciones que hemos dado en el campo del deporte, equivaldrían a una cura de austeridad. A las Olimpíadas de Pekín 2008 enviamos más de un batallón para traer una modestísima medalla de bronce.

En el campo del deporte, la señora Lucena llega primero a batir los records históricos de Jesse Owens, el negro norteamericano que hizo rabiar a Hitler en las Olimpíadas de 1938. Pero en el campo de la participación electoral, esta señora, ni que se enlace con Belcebú, resucite a Maisanta, con la ayuda siempre milagrosa del comandante Chávez, logrará bajar la abstención del cincuenta por ciento donde está clavada. Por más que ciertos periódicos de oposición, mereciendo la medalla que se otorgue al colaborador de oro, inventen patrañas, susciten escándalos y apelen a granjerías agitadoras novedosas u originales la abstención no va a bajar. Ni que la señora Lucena se disfrace de Evita Perón o que un milagro, digno de Osmel Souza, logre hacer de ella una combinación de Irene Sáenz con Marilyn Monroe logrará achicar la ya desmedida abstención que rodea el ambiente y que se manifestará en los comicios del 26 de septiembre venidero.

Si no hubiera Mujiquitas no habría Pernaletes, dice Rómulo Gallegos en una de las páginas más logradas de “Doña Bárbara”. A diario viene confirmando la Venezuela de nuestros días, la exactitud de esta frase. No hay un solo día, en efecto, en el cual el comandante Chávez no regañe u ofenda por televisión y radio, convocadas por orden oficial, a funcionarios públicos de alta jerarquía. Con un lenguaje chabacano, mezcla de arriero y pulpero, el presidente de la República, difama a miles de servidores públicos. A su lado, dos Mujiquitas, los ministros Jaua y El Aissami, no permiten que se les mueva una sola partícula de su piel.

¿Es esta una revolución o una autocracia de las más tradicionales y rupestres que haya habido en nuestro país? Desde el punto de vista del lenguaje no habíamos registrado un régimen más incivil, tosco y desfachatado. A veces el podio desde el cual habla el presidente, según el ritual consagrado, parece un botiquín donde impera el desenfado más descarado. Parece, cuando oímos al presidente de la República, que los casi doscientos años desde la disolución de la Colombia de Bolívar no han mejorado en nada la cultura del buen hablar o del mejor razonar. José Antonio Páez, que a los catorce años apenas sabía firmar, cuando le tocó ejercer la primera magistratura nacional consumada la liquidación de aquella Colombia, era mucho más culto. No ha habido, en los casi dos siglos que han transcurrido desde la disolución de Colombia, un gobernante más inculto y grosero que Hugo Chávez.

Sabemos que el actual presidente habla así, no porque sea natural en él ese estilo de carretero irritado. Las reacciones irascibles y el lenguaje soez que a veces utiliza el presidente de la República obedecen a una concepción estratégica, formulada o aprobada por la Sala Situacional de Miraflores, según la cual todo lo que sea abyecto, arrastrado e innoble es fruto de la cultura popular o constituye en ella el signo inequívoco. Mentira redonda. Si algo ha mejorado en Venezuela, como fruto del enorme gasto en educación que ha consentido el país desde 1960, es el lenguaje. En mis cuarenta años de docencia universitaria, el rasgo o la situación que más me complacía era la que constituía el progreso del lenguaje entre los alumnos de las Escuelas de Economía, Sociología y Estudios Internacionales en las cuales fui docente.

Año tras año aquellos muchachos y muchachas, procedentes, muchos de ellos, de las barriadas populares de Caracas revelaban progresos en el arte de hablar. Con un léxico más rico, con lógica mejor asentada, con mayor respeto por las normas de Prosodia y Sintaxis, aquellos alumnos eran signo de un porvenir seguro. Quien, desde la primera magistratura nacional venga a desenterrar un lenguaje que empezó a desaparecer desde el momento en que, con la llegada del siglo XX llegó para Venezuela la paz interior que no tuvimos en el siglo anterior, está muy, pero muy equivocado.

El actual presidente seguirá hablando ese lenguaje chocarrero y, arriesguemos una hipótesis, hasta lo acentuará en la medida en que la gente, cada vez más, se decepcione respecto al presente régimen. El gobierno actual es un castillo de puras palabras. Desde 1999 el número de barrios miserables no ha hecho otra cosa que crecer, el ingreso por habitante de las barriadas ha descendido y seguirá descendiendo en la medida que en los precios del petróleo sigan cayendo con lentitud de tortuga, pero con la indeclinable firmeza del sol cuando aparece en los horizontes mañaneros.

La tragedia de Chávez es la de todos los prestidigitadores. Ellos tienen un éxito notable cuando sacan de su estómago una voz de ventrílocuo. Ese prestigio crece en la medida que la voz sumergida sale a la superficie, pero llegan las tragedias al agotarse tal voz y no hay nada que pueda venir a reemplazarla. Es cierto que Chávez ha creado o ha sido el autor de un milagro, es el dramaturgo de Sabaneta. Es un hombre postizo en todo. Es un caudillo sin una sola batalla, no ha olido la pólvora de la contienda, como todos los militares, por suerte diríamos, ya que eso significa que no ha habido guerras en las cuales quedasen caídos centenares o miles de jóvenes. Es un militar burócrata, no un militar guerrero.

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