Blog de Víctor José López /Periodista

sábado, 20 de marzo de 2010

LIBROS PARA LLORAR



ANGELES MASTRETTA

Hubo un tiempo, inexplicable ahora, en que se pensó que valía la pena enseñar una materia tan efímera como la taquimecanografía. Nuestra profesora se llamaba Guillermina Guerra, pero le decíamos la seño Mini. Era redondita, bondadosa, morena y sonriente. Con unos ojos vivos como de ardilla y una agilidad escasa, pero llena de gracia. Quizás ella supo siempre que estaba destinada a enseñar algo más importante que el punto y raya con el que se abreviaban palabras cuando no había computadoras. Tenía a su cargo quince alumnas interesadas en todo menos en ser mecanógrafas, así que optó por dictarnos novelas de amor como incentivo de sus lecciones. Al principio la escuchábamos leer para ir tecleando sus palabras, pero según se hacían intrincadas las aventuras de Anita de Montemar o el duque de Albaza, el ruido de las máquinas iba apagándose y el salón de clase se erguía en un suspenso irremediable y perfecto. La seño Mini dejaba de pasearse entre las bancas y tomaba asiento tras su escritorio empezando a leer despacio como una vestal. Entonces lloraba sin ruido, mientras iba leyendo. Nosotros la oíamos, desperezadas al fin, ir contar los desencuentros de gente destinada a encontrarse en el último párrafo, tras múltiples enredos y malentendidos, durante los cuales aprendimos lo que nunca aprendimos en ninguna otra materia: a llorar con los libros.

Cuando terminaba la lección y la pequeña sacerdotisa cerraba la novela para meterla en su bolsón lleno de libretas y manuales, yo no quería otra cosa que robársela para encerrarme a devorarla hasta saber el final. Sin embargo nunca me atreví a pedírsela, quizás porque sabía que ella la necesitaba para iniciar a otras adolescentes en el rito primero de llorar por los amores alrevesados. acompañándose con novelas y poesía.

Punto: Se me había olvidado la seño Mini y ahora la recordé al transcribirles, como dictada por ella, la historia de sus enseñanzas. Ahora la recordé y cómo querría mirarla para darle las gracias. Pobre, solterona, sin duda viento vivo de un amor imposible, la seño Mini se quedó en mi memoria para que ahora, incluso ustedes que andan lejos y cerca, acompañen su recuerdo yendo tras los placeres de un buen libro triste.

Punto y aparte: confieso que hubo que hacer un viaje entre los libros de Pérez y Pérez y los de Borges, pero fue un viaje ligero de equipaje. Y feliz.

Punto final: “Las caricias soñadas son las mejores”.

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